Ser Charlie -o no

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Cuando suceden las masacres de París, la reacción parece prevista, orquestada: deposición temporal de las armas y creación de un acuerdo general –o mediático-, un sentido común que inicialmente agrupa todas las parcelas de Occidente. Se venga desde donde se venga, la masacre es repudiada. En Europa se previene la repetición del fascismo mostrando a musulmanes lamentándose o a víctimas mortales con antecesores del Magreb. En Ecuador el anticorreísmo pesca a río revuelto y ensaya torpes símiles para defender algo que es ya un significante vacío, y como si fuera poco un lugar común y una perogrullada: la libertad de expresión. El récord de la peor analogía de la década se lo lleva aquélla que emparenta a musulmanes radicales y a la Revolución Ciudadana.

El acuerdo internacional no tarda en quebrarse. En cuestión de horas, cuando la gente se entera qué es Charlie y puede indignarse de las imágenes que atizan burla tras burla de las tres religiones monoteístas, varias voces de disenso, entre ellas tantas asustadas, condenan la masacre pero se distancian. Así, si nada disculpa los balazos de los lunáticos enfebrecidos, Charlie es también reprochada como provocadora innecesaria, como testigo de la vigencia del colonialismo en Francia y Europa occidental, o como cómplice del pacto liberal-capitalista. Ninguna de estas aseveraciones deja de ser cierta.

Lo resaltable de la desbandada del apoyo masivo a esta publicación es la sospecha de que algo debe fraguarse tras la reconciliación entre socialdemócratas, conservadores y sus respectivos arsenales de medios de comunicación. La última vez que esto se dio se pusieron de acuerdo para botar bombas en un país que no tenía armas de destrucción masiva, aunque pasaron meses desperdiciando dinero para intentar probarlo. Lo otro es que, para evaluar la violencia de los sucesos acontecidos la semana pasada en Francia, es imprescindible saltarse el carácter excepcional que se le ha dado, como si las violencias habituales que Europa impone a sus inmigrantes y las reparaciones que aún debe por la monstruosidad colonial no prefiguraran lo que acaba de pasar en París. Como si lo de Medio Oriente, Argelia, Afganistán, los Balcanes, entre otros, no estuviera emparentado con las ráfagas y la muerte arbitraria de los días pasados. Si los reflectores de los muertos frescos sentían que debían apuntar a la censura de actos así, durante años también debieron haberse obligado a ser testimonio de lo que Europa y su ilustración fraguaron en terrenos que reconocían como suyos y que no lo eran, y recibieron dosis aún mayores de abuso y violencia.

Pese a todo esto, la neutralización y la censura de las caricaturas de Charlie, o su asociación solo al entramado opresor europeo-occidental, es aún más perjudicial o ingenuo. Sobre todo porque Charlie, así como las decenas de medios de comunicación que utilizan la sátira como vehículo principal, es de los últimos remanentes de crítica e inteligencia que existen en un dispositivo comunicacional que tiende a pasteurizar los contenidos, a hacerlos sosos y cómodos, a hacerlos reiterativos, solo consecuentes con los lectores a los que apunta. Los códigos y herramientas de las que se vale el humor en medio de titanes periodísticos que adoran el lugar común y la complacencia, no han podido ser procesados por los fanáticos musulmanes, pero tampoco por la derecha asustadiza o la izquierda biempensante europea y gringa, que sufre de una arrogancia y un acartonamiento autojustificativo solamente explicable por la vanidad y el gusto que tiene de escucharse y leerse a sí misma.

Tal y como se juntan todas las capas de la sociedad francesa para blindarse ante un fundamentalismo que en parte ellas crearon, opera el consenso sobre la censura a los medios satíricos: buscando pretextos para asumir la homogeneidad en un tejido, como el europeo, radicalmente heterogéneo, usando la afectación de la seriedad y el trasfondo. Charlie pudo haber sido instrumentalizado por ellos, pero hay otro fundamentalismo en las reticencias que inspira esta publicación que, como otros periódicos humorísticos, son los únicos que ven el traje nuevo un emperador ridículo, demasiado seguro de sí mismo.

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