¡Cabeza de poeta! *

Abdón Ubidia
Quito, Ecuador

Las ideas verdaderas entre los verdaderos poetas están siempre veladas.
Nietzsche

El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Borges

El principio de la semejanza rige la poesía (…) La prosa, en cambio, se desarrolla ante todo por contigüidad.
Jakobson

Hay una cabeza de poeta y otra de narrador. La una canta, la otra cuenta. Con las excepciones consabidas de Hugo, Rilke y unos más, los poetas no han escrito grandes novelas y los novelistas de largo aliento no han hecho grandes poemas. El poema es explosión, redoble, agolpamiento de imágenes, destrucción de la prosa. Por eso se fragmenta en versos. La novela es aliento, lenguaje paciente e hilvanado, historia que decurre, tiempo que se desenvuelve con una sintaxis imperiosa, visible, denotada: discurso narrado, natural, por sobre todo discurso.

La poesía es “porosa”. Tiene grandes huecos que permiten una polisemia grande, casi enardecida; diversas interpretaciones que convalidan los espacios de silencio o de significado hermético, según sea la «voluntad de entender» del receptor.

Cada verso se separa de sus vecinos. Deja un corte que, en realidad, es una grieta. La discontinuidad le es necesaria.

Pero esa discontinuidad sólo es el reflejo de una discontinuidad mayor: el abismo que separa al poeta de su lector.

Porque, en esencia, la comunicación poética radica en un malentendido inevitable: el poeta, en su canto, alude a experiencias muy suyas, acaso ocultas para el lector, que sólo recibe esas metáforas o sentencias, con un efecto similar al de la música, cargando esos versos cifrados, oscuros, con sentidos sacados de su propia experiencia: si el poeta dice: «pensar que no la tengo/sentir que la he perdido/ y el verso cae al alma como el pasto al rocío«, el lector hace suyos esos versos porque no sólo piensa en el dolor del poeta, sino en el suyo propio, real o imaginario. La poesía, en el fondo, es inexplicable. Deliberadamente inexplicable. Porque es subjetiva. Soledad pura que solo puede ser convalidada por otra soledad con una gran pérdida de significados. Así, todo poema es hermético. Su lectura es un desciframiento de signos velados, difusos, inasibles, casi secretos. Y su fuerza radica más en la insinuación que en la claridad.

Por el contrario, la novela, analiza lo que decurre, explica hasta lo que no puede explicarse, muestra el devenir del mundo en un tiempo homologable al de la vida del lector; quiere ser tiempo, continuidad, quiere volverse existencia vivida, no evocación, anhelo apenas, por eso requiere de la prosa, del fluir del lenguaje, del encadenamiento de sus unidades de sentido, para simular bien el decurso de la vida humana.

Toda novela es una larga explicación. Veamos un ejemplo decidor: Pálido fuego, del gran Nabokov. Está formada por una primera parte que, en el contenido y en la forma, es un auténtico poema. El resto de la novela es la explicación narrada de cada uno de sus versos o estrofas. En ella se ve bien que la poesía, frente a la novela, es elíptica, concentrada. Así, cada verso evoca ―para seguir con la presunción de Borges mostrada en uno de los epígrafes de estas notas― un contenido más vasto que solo puede ser explicado, exhaustivamente, en un relato. No en vano, los posformalistas rusos decían que el principio de exhaustividad rige la forma novela.

Dicha exhausitividad involucra enteramente al lector y a su percepción del tiempo de la novela y el de su vida. Al lo largo de la lectura de las largas páginas de una novela la historia narrada pasa a ser parte de la historia personal del lector (Hay personas que incorporan los personajes virtuales de las telenovelas ―por poner un ejemplo elemental― al entorno real de amigos y parientes). Al contrario de lo que ocurre con el canto del poeta cuyos sacudones emotivos son, en buena parte, instantáneos.

La poesía ha de ser discontinua y la novela, por más que se muestre fragmentada, como o curre en el nouveau roman, o en Rayuela, confiará en la capacidad recreadora del lector para restablecer la continuidad de la historia narrada. Todo en la novela es sintaxis elocuente.

La sintaxis del poema, en cambio, se esconde. Sólo existe en las profundidades y misterios del lenguaje. En los ecos y las resonancias. En la connotación pura. No en vano su figura mayor es la metáfora. Y los poetas metonímicos, como Trakl, quien rehuye la metáfora (La noche plateada; el pez rojo ascendiendo por el estanque verde, etc.) no son la excepción: separan sus imágenes en versos discontinuos1.

¿Cómo se sostiene, pues, la unidad del poema, cómo se logra ésa, su sintaxis escondida? Creemos que tal sintaxis se ayuda con un añadido natural del poema: su musicalidad elocuente o secreta.

Incluso, en la poesía moderna, hecha mayoritariamente con versos libres, afloran en el poema acordes sonoros cercanos a la música. Porque su relación con ella es antigua: no olvidemos su etimología: «lírica». La lira continúa, pues, presente o ausente, prestándole una continuidad obvia o clandestina a algo que de suyo y sin ella, es discontinuo: la asociación, la semejanza. Y en la poesía popular esa simpatía con la música es obligada: los copleros rurales se acompañan de guitarras para decir sus versos, por lo demás rimados.

Así, la rima de la poesía clásica, su métrica, su preceptiva estricta, debe verse como un auxilio musical necesario para prestarle una contigüidad exigente a lo que no es contiguo. Lo supieron bien aedas y luego juglares. Y clérigos también.

La sintaxis de la novela es manifiesta. No en vano, en ella, la metonimia vence a la metáfora.

La contigüidad guía la cabeza del narrador. Las unidades de sentido se ligan como los eslabones de una cadena. Se concatenan y discurren. Son las aguas del río del tiempo humano lo que las arrastra. En ese fluir, por él y mediante él, se construyen las historias. Cualquier discontinuidad será denunciada como un cabo suelto. Algo falta allí para que la sintaxis se cumpla. Suele ocurrir, sin embargo, que, entre capítulo y capítulo, el novelista deje interrogantes calculadas, vacíos en la continuidad de la historia. Pero aquellos son sólo recursos narrativos para fortalecer la intriga. En el fondo, para asegurar esa continuidad. Al final, la contigüidad de las unidades de sentido de la historia narrada estará garantizada. Puede ser también que, como ocurre en Hemingway  y su receta del iceberg, ese vacío en la continuidad sea deliberado para que el lector lo cargue, por su cuenta, con sentidos implícitos, lo subsane o restañe con todo aquello que el autor, deliberadamente, ha dejado bajo la superficie. En cualquier caso, el relato debe ser, por obra del autor y la complicidad del lector, continuado, completado: con un comienzo, un desarrollo y un fin, conforme es ―tantas veces lo hemos dicho― el modelo de la vida humana.

Cervantes, Balzac, Flaubert, Tolstoi, Dostoyevski, Proust, Mann, Joyce, Faulkner, contaron hechos, no los evocaron, fueron historiadores de historias íntimas, a veces insertadas, como en La guerra y la paz, o en El sonido y la furia, en el marco de la gran Historia de sus pueblos. Necesitaron de la prosa porque querían narrar, contar esas historias.

De otra parte, es notorio que muchos de los poetas que escriben novelas saquen sus historias de la Historia; es decir, acudan a un discurso ya hecho y admitido para hilvanar  sus imperiosas, discontinuas, explosiones poéticas.

Habrá, pues, una cabeza de poeta y otra de narrador.

Más allá de las formas, quizá la diferencia sea neuronal, fisiológica, inscrita en cada mente como un mandato genético, como una arquitectura que construye los cerebros del poeta y el novelista, según patrones distintos.

Debemos explicarnos mejor.

Desde 1941, el sabio lingüista Roman Jakobson ha escrito tratados sobre la afasia2, es decir, sobre la atrofia en el orden de la comunicación que sufren determinadas personas incapacitadas para transmitir un mensaje con sentido. En síntesis, Jakobson, (para quien el discurso se mueve simultáneamente entre dos polos: el de la contigüidad de las palabras y, de otro lado, el de la semejanza, o asociación adecuada; es decir, el polo de la metonimia y polo de la metáfora), prueba que los afásicos tienen dañado uno de esos polos: o pueden decir una frase de sintaxis correcta pero sin asociaciones lógicas; o asocian bien pero no alcanzan a articular una frase hilvanada.

Extrapolemos este descubrimiento: pensemos que, si los individuos están marcados por la naturaleza, con rasgos únicos: las huellas dactilares, el iris de sus ojos, etc., también desarrollarán, en cada quien, en sus cerebros, capacidades diferentes: los polos o ejes de la comunicación no mantendrán el mismo equilibrio en todos por igual: en unos predominará el uso de la sintaxis y en otros el de la asociación. Llevemos al extremo tal razonamiento. Es decir, demos la vuelta la propuesta de Jakobson: no desde la atrofia sino desde la potenciación: habrá personas que tengan muy potenciado, el eje de la asociación, de la metáfora: de allí saldrá un poeta. Por el contrario, quien tenga potenciado el eje del discurso natural e hilvanado, el de la contigüidad, podrá ser un novelista.

¿Por qué los poemas de Faulkner son tan escasos y menores comparados con sus novelas torrenciales? ¿Y qué decir de Balzac? ¿Y Tolstoi?

¿Por qué Borges no escribió novelas ―más allá de su boutade de que lo mismo se puede decir en cinco páginas que en quinientas―? A lo mejor no podía escribir una novela. Tenía una hermosa cabeza de poeta.

Queda una pregunta: ¿Por qué tanto poetas como novelistas escriben cuentos?

¿Por qué Onetti, Cortázar, García Márquez, Joyce, novelistas eximios, han escrito joyas del cuento?

¿Por qué Dylan Thomas, Tagore, Darío, poetas sin discusión, las han hecho también?

Porque el cuento participa del rigor y la brevedad relativa del poema y, a la vez, del discurso narrado ―personajes, intriga, etc.―, de la novela.

Quiere decir, entonces, que el cuento es el poema del novelista y es la novela del poeta.

Bien se queja Jakobson de que la crítica literaria tienda a centrarse sobre todo en el estudio de las figuras de la metáfora, descuidando las de la metonimia, con lo cual, el análisis resulta mutilado y hasta incurre en una suerte de afasia teórica.

Yo dedico este texto a los poetas y narradores y no a los críticos. Por una razón distinta y pragmática. Durante décadas he coordinado talleres literarios y he visto, en vivo y en directo, la lucha inútil que, en los comienzos, han mantenido jóvenes escritores en contra de su propia naturaleza. Poetas que querían ser narradores o narradores que querían ser poetas. Sólo unos cuantos se resignaron a aceptar la forma literaria que su cerebro les demandaba.

Ponencia presentada en el VII Congreso Internacional de Literatura: Memoria e imaginacón, de América Latina y el Caribe: PUCE. Quito. 2011.

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1No sólo los poetas metonímicos. Igual que pasa con los poetas épicos, que quieren traicionar, en vano, con historias hilvanadas, la discontinuidad propia de la poesía, hay novelistas que, en contra de la contigüidad que demanda su género, muestran, sí, en su lenguaje personal, en su idiolecto, diríamos, arrebatos poéticos, que vuelven, a muchos de sus capítulos, verdaderos poemas en prosa. O, al menos, esparcen en su estilo frases memorables que, en fin de cuentas, son frases poéticas. Ellos son los novelistas excepcionales. Los novelistas de excepción.

Pero la regla es otra. Y si no que los digan los autores policiales o de novelas negras o históricas.

Veamos un ejemplo decidor. Vargas Llosa es un narrador consumado. Qué duda cabe. Pero llama la atención que en su prosa no encontremos frases memorables. Al punto de que hasta podríamos decir que en ella no hay un estilo reconocible. Nada que ver con el mentado Borges. Tampoco con Onetti, Cortázar, García Márquez, Kundera, para no mencionar a Durrel. No hablamos de carencias. Hablamos de emociones. De impactos emotivos. De frases memorables que brincan en el texto como ascuas. Porque, ahora lo sabemos bien, lo memorable es causado por la emoción. Y el Nobel peruano, es un caso extremo del narrador. Los impactos emotivos no provienen de su estilo tan llano y directo sino de la paciente urdimbre de una trama elaborada que nos proporciona sorpresas muy bien calculadas. Porque están hechas de un discurso en el que diversas líneas de acción van tejiéndolo con alejamientos y encuentros al igual que ocurre en los tejidos trabajados con distintas fibras y diseños (y no en vano la palabra texto viene del latín textus que quiere decir tejido). Todo discurso narrado es un tejido  de historias que se juntan en un tejido mayor, una historia mayor. En el tejido, pues, la continuidad está bien tramada.

Las frases memorables de un relato, no son sólo provienen de la habilidad que muestra un narrador en la trama que construye: sino de su estilo. Y una novela como Justine de Durrell o Bella del señor de Cohen, contienen frases inolvidables porque son frases poéticas; porque logran los impactos emotivos que sólo las imágenes y las metáforas audaces provocan en el lenguaje poético. Porque esas novelas tienen el valor agregado de ese lenguaje poético. El verso está hecho para grabarse en la memoria, para herirla con una emoción imperecedera. Esas frases memorables son, pues, una suerte de versos sembrados, dispersos, que prorrumpen en la continuidad obligada de una novela.

2 Jakobson Roman, Semiología, afasia y discurso sicótico, Rodolfo Alonso Editor, Buenos Aires,

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