Colombia: Paz sin Justicia

De cumplirse el pronóstico de las encuestas, el resultado del referendo será ampliamente favorable al Sí; esto se explica en gran parte por la esperanza que tienen los colombianos en poner fin a décadas de atrocidades cometidas por la narcoguerrilla de las FARC y por la gigantesca campaña publicitaria realizada por el gobierno de Juan Manuel Santos, quien no ha dudado en movilizar todo el aparato del estado para obtener lo que se ha convertido en su obsesión personal desde que llegara al poder en el 2010.

Lamentablemente, en el caso de que se imponga la tesis del sí, los colombianos descubrirán más pronto que tarde que han sido sometidos a un engaño que impactará de manera negativa a varias generaciones. La misma premisa de la multimillonaria campaña emprendida por el gobierno es falsa. Santos le ha mentido descaradamente al pueblo colombiano presentando el referendo como la elección entre la paz y la guerra, apelando al miedo de los ciudadanos, utilizando imágenes dantescas al afirmar que en caso de que triunfe el No, se desataría una oleada de violencia que llegaría incluso a los centros urbanos. Poco ha importado que los voceros de las FARC lo hayan desmentido.

En realidad, los colombianos se aprestan a refrendar un acuerdo, que en la práctica implica la capitulación del estado colombiano frente a una guerrilla, cuyo objetivo final es la destrucción de las instituciones democráticas; en vistas a construir una utopía socialista de carácter autoritario. Porque no se puede considerar otra cosa que una capitulación, al hecho de que a través de este acuerdo se reforme la estructura política del estado para acomodarla a las aspiraciones y la visión de las FARC. Resulta inconcebible que el acuerdo contemple la asignación a dedo de diez curules en el parlamento durante ocho años y la creación de circunscripciones electorales especiales en los territorios controlados históricamente por las FARC y donde el acuerdo les garantizará mantener una influencia desproporcionada. Como si esto fuera poco, el acuerdo de paz elimina el umbral electoral mínimo que deben cumplir los partidos políticos para mantener su registro electoral, garantizando de este modo un mayor fraccionamiento de la representación parlamentaria y por ende un debilitamiento de la democracia.

Pero sin dudas lo más grave del acuerdo es la consagración de la impunidad para aquellos militantes de las FARC, que han cometido violaciones a los derechos humanos. El acuerdo contempla que los delitos cometidos por los miembros de las FARC no serán juzgados por la justicia ordinaria, sino que se creará una “Jurisdicción Especial para la Paz”, donde las FARC serán juez y parte, al tener la capacidad de influir en la designación de los jueces que llevarán a cabo esos procesos. El acuerdo no contempla la posibilidad de que quienes hayan cometido actos como reclutamiento de niños, violaciones, secuestros, torturas y asesinatos en masa, sean condenados a penas de reclusión; sino que serán sancionados con una simple “restricción de libertad de residencia”, un eufemismo que indica que podrán moverse libremente dentro de los territorios que quedarán bajo la tutela de las FARC.

Aunque el acuerdo contempla la renuncia de las FARC al narcotráfico para financiar sus actividades, resulta poco creíble que, de la noche a la mañana, renuncien a una “industria” que les ha dejado réditos multimillonarios. Lo más probable es que las FARC directa o indirectamente mantengan el control sobre el narcotráfico, lo cual unido a su participación garantizada en las instituciones políticas colombianas, constituye un coctel explosivo que puede poner en grave riesgo la subsistencia de la democracia en ese país.

La paz es sin lugar a dudas un valor y un deber universal. Pero la paz no es un valor absoluto, ya que la paz es fruto de la justicia y por lo tanto no debe ser alcanzada a cualquier costo. Una paz sin justicia, es una paz que está condenada a no perdurar.

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