Ajenos a las masacres

Jesús Ruiz Nestosa
Salamanca, España

El martes de la semana pasada se cumplieron treinta y nueve años de la salida de Anastasio Somoza Debayle de Nicaragua (17 de julio de 1979), después de que un helicóptero los recogió en el patio de la residencia presidencial a él y un pequeño grupo de cercanos colaboradores.

La guerrilla sandinista había triunfado y el derrocamiento del sanguinario dictador fue celebrado por diferentes grupos, ya fueran de izquierdas, ya fueran de derechas. Solo los regímenes totalitarios lo lamentaron, como el que teníamos entonces en Paraguay, adonde terminó recalando al año siguiente para terminar víctima de un atentado ocurrido a plena luz del día, en la céntrica avenida España, el 17 de septiembre de 1980.

He hecho toda esta larga introducción con detalles de fechas y lugares para refrescar la tan escuálida memoria de nuestros países. Casi cuatro décadas después, quien derrocó a aquella sangrienta dictadura, Daniel Ortega, ha instaurado otra dictadura, la suya propia, rivalizando en crueldad y falta de humanidad con la de Somoza.

En los últimos meses de este año grupos paramilitares que le responden, su ejército y su cuerpo de policía han causado más de 300 muertos y más de 2.000 heridos entre la población civil que ha salido a la calle para pedirle que se marchen, él y su esposa Rosario Murillo, antigua integrante del ejército sandinista y vicepresidenta de Nicaragua desde enero de 2017. Ella es en realidad una política y macumbera que recurre a ritos de hechicería para afianzar su poder.

La semana pasada alrededor de dos mil hombres entre paramilitares (escondiendo su identidad atrás de pasamontañas), policía y ejército lanzaron un ataque demencial de ocho horas contra la ciudad de Masaya en manos de los disidentes, obligando a centenares de personas, principalmente jóvenes, a esconderse para huir de la persecución de esas hordas comandadas por el propio Ortega. Noche tras noche, casa por casa, estos asesinos a sueldo del gobierno central de Managua revisan las casas buscando a quienes tuvieron la osadía de levantarse contra el poder omnímodo del líder sandinista.

Mientras tanto, la dispersa y desorientada izquierda latinoamericana ha perdido la gran oportunidad de reivindicarse ante los ojos de centenares de desencantados que decidieron emigrar a otras carpas. Siguiendo la técnica del avestruz los líderes de la izquierda metieron la cabeza bajo tierra para ignorar los centenares de muertos que cayeron bajo las balas disparadas por “los nuestros.” El líder sandinista no puede ser cuestionado por Evo Morales o Nicolás Maduro o Raúl Castro, aunque este último haya puesto a un gobierno títere para acallar críticas de encabezar una autocracia. Aunque también es lamentable que los gobiernos democráticos del continente no hagan nada por detener la masacre que desangra Nicaragua.

A pesar de la abundancia de información que manejamos hoy día, las dificultades para sacar conclusiones y lograr enseñanzas siguen siendo enormes, casi insalvables. Ante este caso nadie se acuerda de lo sucedido en Siria con una guerra civil convertida en conflicto internacional, cuyos resultados provisorios son: 400.000 muertos entre civiles y militares, 3.000.000 de refugiados en otros países y 4.500.000 desplazados dentro del país. Nadie quiso ayudar a Siria cuando los descontentos con el gobierno dictatorial de Bashar al-Asad pidieron ayuda para sacarlo del poder y poner un sistema democrático. Terminaron siendo víctimas de las armas químicas (principalmente gas sarín) que el déspota utilizó y sigue utilizando contra la población civil.

¿Seguiremos escondiendo la cabeza bajo tierra a la espera que Nicaragua se convierta en otra Siria? Los muertos no esperan ni podremos volverlos a la vida.

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