Escrutinio y repudio

Yoani Sánchez
La Habana, Cuba

Elegí el lugar al azar. Un colegio electoral de mi barrio donde pudiera asistir como observadora al proceso de escrutinio. Eran cerca de las seis de la tarde cuando me acerqué al recibidor del edificio, un bloque de concreto de doce plantas ubicado en la calle Lombillo. La votación estaba a punto de terminar y esperé afuera mientras hablaba por teléfono con una amiga y ultimaba algunos detalles de trabajo.

La tarde era cálida y un sol rojizo se colaba por los cristales de la entrada. Comenzó el conteo. Me preguntaron si yo vivía allí como requisito para poder observar. Según la Ley Electoral vigente, cualquier ciudadano puede presenciar el escrutinio en cualquier punto del territorio nacional, aunque esté lejos o cerca de su casa. Así que invoqué la legislación, mostré mi carné de identidad, apuntaron mis datos y vaciaron la urna sobre la mesa.

En un momento, llegó un joven con un sobre blanco que parecía traer unas boletas, pensé que se trataba de votos de personas con problemas de movilidad, ancianos u otros electores que no habían podido trasladarse hacia el local. Pregunté el origen de los documentos y allí detonó la animadversión. Un hombre, que no estaba en la mesa electoral comenzó a gritarme que no tenía derecho a indagar sobre eso y que había hecho “la pregunta equivocada”.

Le respondí alegando que él no formaba parte de la Mesa Electoral y que la interrogante que había planteado debía ser respondida por quienes la conformaban. La tensión se podía cortar en el aire. A uno de los que revisaba los votos les temblaban las manos sin cesar y “un vecino” ubicado al otro extremo de la mesa no dejaba de sacarme fotos. Entonces se me acercó otro hombre con un pulóver de rayas y bigote.

“Acompáñeme afuera”, me dijo. Me negué rotundamente, porque sabía que mientras estuviera dentro del colegio me hallaba, al menos, un poco más protegida. “No salgo con extraños”, le espeté. Después llegó otro que me “sobó” los brazos en señal de confianza pero halándome hacia la puerta y le dije que dejara de tocarme. Entonces, me comunicaron que tenía que mantenerme “lo más alejada posible de la mesa”. Callé y esperé mientras el proceso transcurría.

Nada más que terminó el escrutinio, con 400 votos para el Sí, 25 al No y 4 boletas en blanco, una mujer se paró a escasos centímetros de mi oído y gritó con toda la fuerza “Viva la Revolución”. Allí se detonó el verdadero acto de repudio, una coreografía que conozco tan bien que anticipé con certeza.  Me negué a firmar el acta como observadora porque durante todo el tiempo que estuve allí me sentí acosada, amenazada y no respetada en mi derecho de presenciar el escrutinio. Percibí que querían hacerme pagar caro el haberme atrevido a asistir.

Salí del local, con una veintena de personas que gritaban tras mis espaldas. Las consignas se repetían, daban vivas al proceso, me acusaban de no querer a mi patria y un grupo de niños se sumó a la algarabía sin saber muy bien por qué estaban allí. Una mujer vestida de blanco, practicante de la santería, fue confundida con una Dama de Blanco y también recibió algunos insultos.

El hombre que filmaba, disciplinadamente, no dejó de sostener el teléfono frente a mi cara, así que aproveché “la cobertura” para reclamar mi derecho y rechazar la Constitución. Los gritos siguieron; un huevo -quizás tirado desde un balcón- cayó cerca de uno de mis zapatos. El sol se había escondido completamente. La jornada electoral terminaba y parte de los que me repudiaban cruzaron la acera para comprar unas cervezas en una cafetería frente al edificio.

Había acabado de vivir una inolvidable experiencia como ciudadana, electora y periodista.

Más relacionadas