¿Qué pasa?

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

Allá por el siglo pasado, cuando atendíamos las primeras clases de jurisprudencia, algún profesor nos explicó que hasta el más abyecto de los delincuentes tenía derecho a la defensa, pues era y es una obligación del Estado precautelar los intereses de todos sus ciudadanos.

Para ello existen las leyes, los legisladores, los mandatarios y los organismos internacionales. El ciudadano común es, en última instancia, el beneficiario de todos estos organismos de protección del bien común. O al menos debería.

Esa es hoy la gran pregunta. Cuando miramos a los legisladores aprobar leyes con dedicatoria, derogar o enredar temas que deberían ser de una claridad meridiana, surge la duda. Cuando los mandatarios se hacen de la vista gorda frente a perjuicios millonarios para el país que gobiernan, o los causan directamente y se protegen detrás de un amasijo de leyes y complicidades, surge la duda. Cuando los organismos internacionales existen solo para alimentar a una burocracia internacional y absurdamente sesgada, actúan únicamente para proteger intereses ideológicos y de argollas por encima de los motivos que impulsaron su fundación, surge la duda.

Las últimas y polémicas decisiones de la Asamblea han reavivado el debate sobre el aborto, sobre la impunidad ante la corrupción, sobre la utilidad o inutilidad de la legislación punitiva sobre temas de conciencia individual o de complicidad colectiva. Al respecto, aportaré mi granito de arena a sabiendas que, sin importar mi criterio, existirán voces disonantes.

En términos generales, las decisiones firmes son las que generan un mayor efecto social. Si estamos en contra de la corrupción, la ley, el ejemplo y la justicia deben reflejarlo. Es muy entendible el temor de los legisladores a aprobar leyes que el día de mañana pueden significar un perjuicio o una persecución para ellos mismos. Con la ley en la mano se hace mucho daño.

Pero no es menos cierto que un mandatario honesto, probo y sin mancha puede y debe terminar su mandato sin dudas sobre su gestión y gozar de un merecido retiro y descanso sin cuestionamientos económicos ni morales.

Existen también buenos ejemplos en nuestro Ecuador. El legislador tiene que actuar en beneficio del País, no de sus cálculos políticos, ni de sus intereses particulares. Se legisla para el interés de futuras generaciones, no para ventajas inmediatas de un poder efímero.

El embate de la mediocridad y el caudillismo han trastrocado los valores de toda una sociedad. Y hoy vivimos sus canallescos efectos. Pocos son los que alzan la voz contra la pestilencia que emana la cosa pública. Pocos hacen conciencia de la depauperación que ha creado la indolencia de muchos. Y seguimos de tumbo en tumbo, preocupados por temas de índole esencialmente individual, como el aborto, como si el penalizarlos lograra detener la marea de embarazos no deseados y enderezar una conciencia social indiferente, hipócrita e ignorante.

Cuando la prensa resalta los abusos sexuales, los referentes son casi siempre personas cercanas a la víctima, lo cual denota lo promiscuo de su entorno.

La familia es la base de la sociedad. Si los valores que inculca están deformados, la sociedad está deformada. De nada sirven las proclamas públicas de instituciones milenarias si sus miembros son pecadores impenitentes. De nada sirven las leyes si los encargados de hacerlas respetar son los primeros en violarlas. Las leyes se han vuelto cada vez más permeables, como las telarañas, que retienen a las presas pequeñas pero se desfondan ante la presión de las grandes. El fondo de la corrupción sigue intacto. Y a nadie parece importarle.

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