¿Víctimas de la cultura?

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Los indígenas fueron expulsados del Edén precolombino. Pero el Paraíso, aunque con las puertas cerradas, todavía existe en el pasado. Al Edén solo pueden volver los autóctonos. Y, para hacerlo, deben purificarse a través del sufrimiento y la renuncia a Occidente.

La expulsión del Edén los convirtió en víctimas disponibles a todos los tipos de agravios. Durante 500 años los han venido padeciendo. Y, en ese lapso, su sufrimiento se ha hecho perfecto. Desde esta condición, el agraviado solo puede exigir, de quienes le han dañado, disculpas y reparaciones. El diálogo, por tanto, no es la vía para obtener lo que se merece. Si dialogara, el peso de las razones del otro podría llevarlo a ceder, a hacer concesiones. Y la víctima no puede hacerlo, porque eso revelaría que sus demandas no son absolutas, y que su propio sufrimiento es relativo. Se evidenciaría, así, no solo que su sufrimiento no está presente todo el tiempo, sino que admite soluciones parciales, sujetas a las condiciones y posibilidades del momento. Abandonar las aspiraciones a una solución total, además, le quitaría sustento a la política de la resistencia permanente y de la víctima irredenta.

La relativización del sufrimiento y la exigencia es peligrosa para el mantenimiento de esta política. La expone a la crítica, y, de este modo, impide a sus propulsores tomarla y presentarla al público como un agravio. Trabajo en el que los intelectuales indigenistas han prestado servicios relevantes. La principal técnica de refutación que utilizan no es otra que la adjetivación de los contradictores, es decir, el uso de argumentos ad hominem. En relación con quienes criticaron el intento de golpe de Estado de octubre de 2019 y la violencia de la movilización social liderada por los indígenas, la socióloga Natalia Sierra, profesora de la Universidad Católica de Quito, decía, en un artículo titulado “El racismo de las élites ideológicas”:

Los ideólogos de la derecha reavivan un nefasto discurso racista, xenófobo y clasista a nombre de la democracia. Enceguecidos por su racismo pierden el mínimo sentido de la realidad y deliran con una ciudad y una ciudadanía inexistentes (…) Se niegan a ver que su Quito aristocrático y burgués está poblado por una inmensa migración campesina e indígena; que Quito no se reduce a sus barrios altos, que Quito es profundamente popular e indígena (Plan V, 22 de octubre de 2019).

La perfección del sufrimiento y la naturaleza absoluta de las demandas que de él derivan inmuniza a las víctimas contra la crítica y les permite usarla como búmeran contra quienes ellas han definido como victimarios. Dada su diferencia esencial de los miembros de la sociedad blanco-mestiza, la víctima convierte a la diferencia asumida en diferencia agraviada. De esta manera, ella misma propicia un trato discriminatorio que, disfrazado de progresismo, le permite sortear los problemas que resultan de las relaciones entre iguales.

La mayor parte de la población indígena vive todavía en el campo, y se sostiene gracias a la producción agrícola y pecuaria.

Entre los años 2006 y 2014, el grupo étnico que presenta una tasa más alta de pobreza es el indígena. La disminución de la tasa de pobreza en el período es, en este grupo, menor que en los otros. En el año 2006, el 70,9% de los indígenas era pobre, frente al 34,8% de los mestizos. En el año 2014, este porcentaje disminuyó a 64,8%, mientras que el de los mestizos se redujo a 21,2%. El ritmo de decrecimiento de la pobreza en los primeros fue, como se puede advertir, bastante menor que el de los mestizos (INEC, 2016). Sin embargo, la tendencia decreciente de la pobreza en el sector se ha mantenido. En junio de 2017, el porcentaje de indígenas pobres bajó en ocho puntos porcentuales en relación con 2014, y descendió al 56,1%, mientras que el de los mestizos bajó solo dos puntos porcentuales, para ubicarse en el 19,1% (Banco Central del Ecuador, 2017).

Frente a esta situación, ni los intelectuales ni los propios indígenas han querido abandonar la seguridad psicológica de las respuestas preconcebidas e inaplicables a la realidad. Una vez que han asumido que el problema indígena es, sin matiz ninguno, un problema de exclusión, no hallan razón para inquirir sobre la posible responsabilidad de estos en la situación de pobreza en la que viven y en la búsqueda de mecanismos para superarla.

¿Los problemas que viven los indígenas en la actualidad tienen como causa única las acciones limitadas, ineficaces, miopes de los distintos gobiernos? ¿No tienen ellos nada que ver con lo que les ocurre? ¿Las decisiones para enfrentar sus dificultades deben venir exclusivamente del Gobierno? ¿No hay algo que ellos tengan que hacer para vencerlas? ¿Basta, para solucionar los problemas económicos y productivos en el agro, con repartir más tierra a los indígenas y darles crédito barato y capacitación técnica? ¿No será que después de un tiempo, si no se toman medidas que eviten la fragmentación de las posesiones, vuelven a imperar el minifundio y el microfundio? ¿No será que si no terminan de asumir el papel de empresarios en un medio dominado por la empresa su situación terminará volviéndose insostenible?

Weber, en su célebre libro “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, destacó la importancia de la cultura en la economía.  Para él, la formación de una ética económica depende de la influencia de ciertos ideales religiosos. De la ética protestante se deriva el ethos profesional burgués. El empresario burgués, afirma Weber,

Podía y debía guiarse por su interés de lucro, si poseía la conciencia de hallarse en estado de gracia y de sentirse visiblemente bendecido por Dios, a condición de que se moviese siempre dentro de los límites de la corrección formal, que su conducta ética fuese intachable y no hiciese un uso inconveniente de sus riquezas. Además, el gran poder del ascetismo religioso ponía a su disposición trabajadores sobrios, honrados, de gran resistencia y lealtad para el trabajo, por ellos considerado como un fin de la vida querido por Dios (Traducción 1985: 252).

La ética del ascetismo fue introducida en la población indígena ecuatoriana por los misioneros evangélicos y sus organizaciones de cooperación. Se trata de una ética individual, no social, en la que el individuo, y no la comunidad, es el único actor y responsable de su vida.

Los principios éticos y religiosos del protestantismo entrarán en conflicto con las ideas comunitaristas de los indígenas católicos y con sus costumbres y estilos de vida. Será distinta, también, al menos al principio, la respuesta que los evangélicos den al problema de la pobreza: acción individual, frente a acción colectiva.

Centrarse en el individuo permitió a los indígenas evangélicos apartarse de instituciones comunitarias que les resultaban gravosas, como el priostazgo y el compadrazgo, contra las cuales se había pronunciado, hace casi cien años (la primera edición del Indio Ecuatoriano es de 1922), Pío Jaramillo Alvarado; quien, en el artículo dos, literal “c”, de su proyecto de “Ley de Indios”, establecía la “Prohibición de priostazgos y fiestas religiosas costeadas por  indígenas, con la imposición de mil sucres de multa al párroco o fraile que interviniere en estas fiestas” (Edición 2009: 262).

Abandonar la fiesta religiosa, que puede dejar al prioste con deudas por pagar durante años, les permitió destinar su dinero para fines personales, orientados al mejoramiento de su estilo de vida. Se iban alejando, ciertamente, de las prácticas de reciprocidad comunitaria que la fiesta religiosa generaba, pero que, si bien favorecían la cohesión social, no contribuían al mejoramiento de los problemas económicos de los individuos.

Al dispendio de la fiesta católica, los evangélicos oponían el ahorro. Y, cuando se organizaron en un movimiento propio, la FEINE (Federación de Indígenas Evangélicos del Ecuador), lo hicieron como individuos, a diferencia de las organizaciones católicas, en las que el individuo no contaba sino como miembro de la comunidad. De suerte que más allá de su voluntad, por el simple hecho de pertenecer a la comunidad, todo individuo estaba obligatoriamente organizado.

La ética religiosa asumida por los indígenas evangélicos incidió, también, en la modificación de hábitos y costumbres, como el alcoholismo y el maltrato a la mujer, que producían altos costos afectivos y económicos.

El fortalecimiento de la individualización generada por el evangelismo llevó a muchos miembros de esta iglesia a optar por la migración como una salida a la pobreza que vivían en sus comunidades. Guayaquil fue uno de sus destinos preferidos. Después, sin embargo, decidieron que la solución también debía ser política y crearon su propia organización.

No hay datos, en Ecuador, que permitan establecer de manera objetiva el impacto de la filiación religiosa de los indígenas en sus condiciones de vida. Por el momento, la idea de que el evangelismo, al enfatizar la individualidad y la responsabilidad de cada persona en el estado -mejor o peor- de su vida, ha tenido un impacto positivo –mayor que el del catolicismo-, es solamente una hipótesis.

De comprobarse esta hipótesis, sería un argumento en contra del victimismo. Sería una muestra más de que la responsabilidad en la resolución de la pobreza que afecta a la población indígena en el campo no es solo del Estado.

Oscar Lewis (La vida, 1975) acuñó el concepto de “cultura de la pobreza”, para referirse al estilo de vida adoptado por los pobres como mecanismo de adaptación y reacción a la sociedad capitalista, cuyos finalidades y valores no podían alcanzar. Un estilo de vida que se transmitía de generación en generación y que, dada su persistencia, les impedía salir de la pobreza. Los niños de los barrios pobres, afirmaba Lewis, absorben ya, a los cinco o seis años, “los valores y actitudes básicos de su subcultura, quedando así mal dispuestos psicológicamente para aprovechar las mejores condiciones o las nuevas oportunidades que puedan presentarse en el transcurso de sus vidas” (XLVII).

 Si hacemos caso de lo que dice Lewis, queda claro que los valores y actitudes y formas de propiedad y trabajo de los indígenas del campo deben someterse a una crítica objetiva. Tal vez haya algo que cambiar ahí. Tal vez los cambios que ahí se operen sean una parte, muy significativa, de la solución al problema de la pobreza en el sector indígena.

Reivindicación y elogio del mestizaje

Hemos afirmado que uno de los hechos fundamentales de la humanidad es el mestizaje. Este, en términos culturales, puede entenderse como la combinación de elementos culturales diversos, pero, también, como la unión de personas con rasgos culturales -y hasta fenotípicos- distintos en torno a un elemento aglutinante: la lengua.

Alrededor de la síntesis, producto de la combinación, y del eje vertebrador de la lengua, se yuxtaponen otros elementos y filiaciones que dan variedad a la síntesis y a la lengua común. Con el idioma nacional conviven otros idiomas. Coexisten, así mismo, expresiones musicales, productos gastronómicos, fiestas, que pueden mantener una relación conflictiva, de negación y rechazo, con el todo en el que se han fundido elementos de diverso origen.

La combinación, hemos dicho, lleva a la síntesis. Y esta es siempre un producto nuevo, distinto de los componentes que la originaron. El español es la lengua de los ecuatorianos. Hay que conocerla y hablarla bien. Pero los estudiantes del país tienen muy malas notas en lenguaje, cuya enseñanza es uno de los mayores problemas que el sistema educativo hasta ahora no ha sabido resolver.

En la prueba regional TERCE, realizada en el año 2013, Ecuador ocupó, en lectura, el décimo lugar entre dieciséis países. Sobre el rendimiento del país en esta materia, la UNESCO señaló que su promedio era significativamente menor que el promedio regional. En escritura, en sexto grado, Ecuador se ubicó también por debajo de la media regional. El nivel de rendimiento de la población indígena, en ambos aspectos, fue menor que el del resto de la población.

Los problemas de manejo de la lengua se expresan, además, como analfabetismo funcional. Según una nota del Diario El Telégrafo, del 16 de septiembre de 2017, el 18,9% de habitantes de la zona rural tenía este problema, frente al 7% de los pobladores del área urbana. Es posible, que estos datos no reflejen la magnitud real del problema. Quienes se desempeñan como profesores universitarios en el país saben, lo han constatado en sus clases, que la gran mayoría de estudiantes no entiende lo que lee. Y que, tampoco, es capaz de expresarse por escrito con claridad y corrección. Es frecuente, y no como un rasgo estilístico, que un profesor se encuentre, en los trabajos presentados por sus alumnos, con oraciones sin verbo. Gabriel Zaid (Los demasiados libros, 2010) afirmaba que muchas personas, profesionales incluidos, no lograban integrar el sentido de textos mayores que un párrafo. Estos, en su opinión, serían “analfabetos funcionales del libro”.

Manejar una lengua con suficiencia no equivale solo a hacerse entender por otras personas en la conversación cotidiana. La lengua es un instrumento de conocimiento y de expresión escrita. Si los habitantes de un país no la dominan, tendrán dificultades para entender los textos en los que se encuentra escrito el pensamiento científico, social y filosófico, y para, con esa base, “leer” la realidad y dar un punto de vista sobre ella, que supere el impresionismo y los lugares comunes.

Sin el dominio de la lengua común, la cohesión de los ciudadanos de un país se dificulta, y se limitan las posibilidades de construcción de valores y objetivos compartidos. La enseñanza de las lenguas originarias, como un medio para fortalecer la diversidad cultural del país, es importante, pero aún más importante es la enseñanza de nuestra lengua de unión: el español. Pablo Neruda hizo, en su libro de memorias “Confieso que he vivido”, un homenaje al español; la lengua de cohesión e intercambio diario entre los ecuatorianos. Decía el poeta, en este libro:

Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos…Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo…Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas…por donde pasaban quedaba arrasada la tierra…Pero a los bárbaros se les caían de la tierra de las barbas, de la herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes…el idioma. Salimos perdiendo…Salimos ganando…Se llevaron el oro y nos dejaron el oro…Se lo llevaron todo y nos dejaron todo…Nos dejaron las palabras.

En torno al español nos hemos constituido como nación y como Estado unitario. En español están escritas nuestras leyes: nuestros acuerdos de convivencia. Conocerlo y usarlo bien es una condición imprescindible para ratificar estos acuerdos o mejorarlos. Su conocimiento adecuado nos obliga a ser objetivos y precisos a la hora de expresar las reacciones que nuestro contacto con el mundo produce en nosotros. Utilizar las palabras correctas en los casos pertinentes es una manera de acercarse a la verdad de los hechos; de afirmar el valor de la verdad. Cuando la verdad es valorada socialmente, la corrupción tiene menos posibilidades de medrar.

Si usamos las palabras como trampas, como instrumentos para deformar la realidad, si, en momentos de especial tensión y conflicto social, empleamos, a sabiendas o por ignorancia, las palabras inadecuadas, atentamos contra nuestra unidad en el idioma. Llamar genocidio o masacre a lo que no lo es y acusar a los medios de comunicación de ocultar hechos inexistentes, porque, simplemente, no eran ni genocidios ni masacres, llevó, en las protestas de octubre último, a que personas enardecidas por el uso “doloso” del idioma de comunicadores alternativos, líderes indígenas y políticos de extrema izquierda, agredieran físicamente a periodistas que cubrían las protestas e intentaran incendiar medios de comunicación, calificándolos de corruptos al servicio del poder.

En torno a la lengua española nos hemos unido. Y esta ha recibido el aporte de giros y palabras de origen quichua. Aporte que le ha dado una calidez y una familiaridad especiales a nuestra habla y que, al hacerlo, nos ha unido más.

A la síntesis cultural, debemos agregar la síntesis genética que hace de los ecuatorianos un pueblo mestizo. Según el genetista ecuatoriano Fabricio González, los ecuatorianos modernos tienen un origen trihíbrido. Realidad genética que, para el científico, ayuda a “reivindicar una cultura local diversa; el ecuatoriano actual es mestizo, mezclado, y desde el punto de vista social y cultural somos mestizos, y tenemos que generar un ecuatoriano moderno, mestizo, que sea tolerante y respetuoso a todos” (Diario El Comercio, 24 de septiembre de 2017).

Este mestizaje va acentuándose aún más, en la medida en que la movilidad de las poblaciones, y de nuestra propia población, se hace cada vez más intensa. La defensa de la particularidad es un rechazo a la integración, de la que la renovación es un efecto. El encerrarse en la particularidad es negarse a cambiar, a renovarse. Y el encierro nos vuelve incapaces de enfrentar los retos que la cambiante realidad nos impone. Hay que cambiar para procesar el cambio.

No hay un plan para eso. Más allá de toda planificación y de los intentos por separarnos en categorías excluyentes, seguimos integrándonos. Nos vamos integrando, incluso, a pesar nuestro. Y cuando, después de tantos encuentros y desencuentros, volvemos a vernos en el espejo, ya no somos los mismos: los “propios” o los puros o los advenedizos que algunos quieren que seamos. Somos lo que vamos siendo, lo que dejando de ser somos.

***

Uno de los conceptos que los intelectuales ecuatorianos han utilizado para defender la fragmentación identitaria del país es el concepto de alteridad, cuyo eje es la idea de que la existencia del uno implica, necesariamente, la existencia del otro. Esta relación, sacada del ámbito individual, ha llevado a la afirmación de categorías poblacionales opuestas, de identidades en conflicto permanente.

En efecto, este modo de concebir la alteridad, que confunde, repetimos, la comunidad cultural con la sociedad de ciudadanos (El valor de elegir, Savater, 2003), alienta posiciones políticas que tienden al separatismo y a la ruptura de la unidad social. 

Los ciudadanos son individuos y no colectivos. Por lo tanto, son los únicos que pueden ejercer derechos: no las culturas y menos la naturaleza. El haber reconocido, en la Constitución ecuatoriana de 2008, a la naturaleza como titular de derechos, más que un avance en el ámbito de los derechos humanos –si pueden seguir llamándose de esta manera- revela la vía por donde los derechos humanos avanzan a convertirse en un marco de acción ineficaz, anulado por la multiplicación inacabable de derechos y la proliferación, hasta el absurdo, de demandas de realización especiales y excluyentes.

La declaración del Estado ecuatoriano como un Estado plurinacional y multicultural va en la misma vía. El intento de golpe de Estado de octubre último muestra el potencial altamente conflictivo de la letra de la Constitución.

Han afirmado, los intelectuales de la identidad, que el mayor problema político (y también social) del país es el desconocimiento del otro. La “sociedad blanco-mestiza”, sostienen, no reconoce a los otros: a los indígenas. O, dicho de otro modo, una categoría de personas no reconoce a otra en su especificidad y diferencia.  Esta afirmación -y, al parecer, quienes la sostienen no lo han advertido- no hace más que replicar las clasificaciones coloniales. Las mismas que los hacendados ecuatorianos establecieron para justificar las relaciones de explotación que mantenían con los huasipungueros.

Los trabajadores indígenas, para ellos, no tenían la condición de individuos y los explotaban, aduciendo como razón para hacerlo, su pertenencia a una categoría étnica, su identidad colectiva. “Huasipungo” (1934), de Jorge Icaza, la novela mayor de la narrativa indigenista de Ecuador, y una de las más representativas de esta corriente en Latinoamérica, fue criticada por presentar a sus personajes como tipos o clases de personas, y no como individuos con conflictos vitales propios e intransferibles.

El concepto de alteridad aplicado al ámbito social y político tiene como trasfondo el rechazo a los principios de universalidad de la Ilustración. Chantal Mouffe (El retorno de lo político, 1999), una intelectual belga, es el ícono de los propagandistas ecuatorianos de la primacía de la identidad sobre los derechos ciudadanos. Afirma, esta autora, que el proyecto epistemológico de la Ilustración: el universalismo, ha fracasado, pues no hay ninguna naturaleza humana indiferenciada, sino sujetos múltiples y contradictorios, miembros de comunidades diversas. Siendo así, lo político debe entenderse en referencia a la construcción de identidades. Y los derechos, “derechos democráticos”, según la autora, expresarían no la igualdad sino la diferencia. La conclusión lógica de este razonamiento es la negación de la ciudadanía universal, uno de los pilares del republicanismo. Negación que, en Europa, ha favorecido las intenciones contrarias a la integración de los fundamentalistas religiosos, que pretenden llevar la sharía al espacio público, en franca oposición al laicismo de las instituciones de la Unión Europea.

El discurso de los otros, más que para cimentar la igualdad esencial de los seres humanos con base en la integración, ha servido para fortalecer los privilegios de la diferencia. Los griegos llamaban bárbaros a todos quienes no eran griegos. Y muchos grupos étnicos consideraban a las personas extrañas a su comunidad como no humanos. Hasta el punto de que el nombre que los identificaba como grupo tenía, y mantiene, el significado de “hombres”. El término waorani, por ejemplo, derivación de la palabra wao: persona, que identifica a uno de los pueblos de la Amazonía ecuatoriana, significa hombres o humanos. Los quichuas de la Amazonía, en cambio, los denominaban aucas, es decir, salvajes. Cada grupo étnico, históricamente, ha tendido a considerar al otro como no humano y a concentrar, de manera excluyente, a la humanidad en sí mismo.

Aristóteles (La política, traducción 1999) justificaba la esclavitud en virtud de la diferencia generada por el origen de los hombres. Unos habían nacido para ser amos, y otros para ser esclavos. Los dirigentes de la CONAIE, basados también en un criterio de origen, reclaman el control político sobre “sus” territorios y la propiedad de los recursos naturales que en ellos se encuentran. De ahí su defensa de la pluralidad y la multiplicidad, que, formuladas en términos étnicos, significan plurinacionalidad y multiculturalidad.

Apoyados en estos conceptos, los dirigentes pretenden que las diferencias entre ecuatorianos son tan grandes que es imposible hablar de valores y costumbres compartidos, de un tronco cultural común; aunque la casi totalidad de ellos hablen español, y tengan costumbres gastronómicas semejantes y celebren las mismas fiestas. La realidad, sin embargo, dice que este tronco existe. Y que la solución de los problemas que nos afectan como ecuatorianos solo puede darse a través del fortalecimiento de lo que nos es común. El discurso plurinacional y multicultural, en cambio, opone la separación a la integración, y aspira a crear espacios de convergencia limitados, es decir, excluyentes, que -debido a la dinámica de la exclusión-  son potencialmente más conflictivos y disruptivos.

Solo en virtud de la integración es posible la tolerancia, es decir, el “Respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”. En la separación hay, en el mejor de los casos, un equilibrio de fuerzas en disputa permanente por alcanzar el dominio de unas sobre otras. Algo que emociona hasta las lágrimas a los intelectuales gramscianos, pero que mantiene en vilo la democracia y la paz social del país.

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