La cultura del insulto

Raúl Andrade Gándara

Rochester, Estados Unidos

En el pasado, el enfrentamiento verbal y escrito era la forma de dirimir superioridades. Los personajes de antaño crecían en la oposición, en la crítica y el pugilato intelectual. Sin otras fuentes que los diarios, eran los columnistas los que mantenían informada a la población sobre los temas que el poder no quería que se analicen.

Así surgieron grandes polemistas, políticos de pluma afilada y cultura sobresaliente, porque los cuestionamientos y las respuestas fluían en impecable castellano y con argumentos de peso. Lamentablemente, también apareció la agresión, la diatriba, la calumnia como herramienta política.

Rápidamente, se convirtió en un arma a disposición de los mediocres, azuzados por las ideologías foráneas, dispuestas a destruir todo vestigio de lo anterior. El siguiente paso fue incorporar el insulto procaz a la verborrea populista. Finalmente, las redes sociales dieron la puñalada final a lo que algún día fue una forma elevada de expresión.

Es por eso que hoy los ataques personales y las calumnias reciben mucha más atención que los análisis serios, y que el resentimiento y el odio anidan con más profundidad en la masa que la virtud y la admiración por la capacidad y preparación.

La mayoría encuentra un placer mezquino en observar cómo los seres humanos se despostillan entre ellos, como lo hicieron los primitivos habitantes del mundo. El atavismo es sin duda un referente, pero también una vergüenza. A pesar de siglos de evolución, hemos vuelto a privilegiar ese instinto primario y violento que nos lleva a agredir, denostar y calumniar a quienes piensan diferente a nosotros.

Las ideologías no son sino un referente para demostrar nuestra superioridad moral, a pesar de la ignorancia que existe sobre muchos conceptos, que nos debería llamar a la prudencia antes de emitir juicios. Nos sentimos superiores porque algún tratadista y sus teorías nos respaldan, porque alguna fabulación tiene cierto asidero, aunque no entendamos bien el mecanismo ni sus fines.

Las frases hechas nos llenan de ínfulas, las generalizaciones parecen verdades, la culpa heredada pone al resto a la defensiva, y con eso es suficiente para sentirnos dueños de la verdad.

Como resultado, hay cada vez más idiotas de capirote, ignorantes pomposos, incapaces de comprender la naturaleza humana ni su antropología, que esgrimen teorías fracasadas, en desuso y sin asideros en la práctica únicamente para lograr un efecto en la masa, porque lo importante es sumar y crear adeptos.

Populistas, teóricos, incultos se unen para un engrudo ideológico que compacta bien, pero en la práctica hunde a los países a los que envuelve. El desconocimiento de la economía, la creencia que los recursos del Estado son infinitos, que los robos al erario público y los malos manejos no son los causantes directos del alza de impuestos, la inflación y el costo de la vida hacen la magia y exculpan al resto.

Ecuador no es la excepción, aunque lentamente está despertando del engaño populista. Cualquier aporte para desmitificarlo es bienvenido, mientras sea con argumentos racionales y comprobables.

Al otro lado de la lógica, por supuesto, estarán los insultos y las descalificaciones personales. Las que crearon la cultura del insulto. Por eso hay que identificarla y desterrarla del vocabulario político, y así empezar el rescate de los valores que la ignorancia ha desprestigiado y que los avivados populistas pretenden seguir imponiendo.

Ronnie Aleaga, como testigo de la posesión de Virgilio Saquicela como Presidente de la Asamblea Nacional.

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