Un pichón en la cornisa

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

“¿Qué es ese bulto negro que está ahí?”, dice ella. Me acerco a la baranda de madera del pasillo y allá, en un rincón de la cornisa del muro del patio delantero, veo un ave, del porte de los mirlos que acostumbran visitar la casa, con las plumas erizadas. “Es un pájaro negro, le respondo, parece que está enfermo. Por eso está acurrucado ahí y no se mueve”. Como la cornisa está a unos diez metros de altura y tengo vértigo no me atrevo a rescatar al pájaro.

Al día siguiente, en la mañana, ella, que vuelve de colgar ropa, me dice: “Ven a ver. El pájaro está en el pasillo”. Y, sí efectivamente, el ave negra está tumbada al lado de la maceta del croto. Me acuclillo a su lado y compruebo que está viva y que no es, propiamente, un pájaro, sino un pichón de paloma. “¿Qué hacemos?”, pregunta. Y decidimos hacerle un nido.

Con una funda de cartón gruesa y unas medias viejas construimos el nido, cuidando de que los bordes no estén demasiado altos para que el pichón pueda salir sin problemas si lo necesita. En la tapa de un frasco de mermelada le ponemos unas cuantas migas. Luego le llevaremos agua.

Cuando salimos del departamento para ir a comer, me acerco a ver cómo se encuentra el ave. Lo que veo no me sorprende: con la cabeza derrotada, el pichón yace muerto en el nido. De niños, hubiéramos organizado un cortejo fúnebre para trasladarlo a su sepultura al pie del árbol de higo. Ahora, con cuidado, deshago el nido de manera que las medias y la funda envuelvan por completo el cadáver. Voy por una funda de compras del Supermaxi, de esas que utilizamos para depositar la basura, y pongo en ellas el nido-tumba y el cadáver. No habrá entierro. Eso es seguro.

Si no recuerdo mal, uno de los personajes de La inmortalidad, de Milan Kundera, prefería la ciudad al campo, el cemento a la naturaleza cruda, porque en la ciudad la naturaleza ha sido controlada. El prado más verde y florido que, para nosotros, humanos, es idílico, no es, según dicho personaje, más que dolor y muerte; la inacabable lucha entre presas y depredadores.

¿Qué defienden, entonces, los conservacionistas y los puristas de la naturaleza? Ellos defienden la persistencia del dolor, el miedo, el sufrimiento, pero sin la presencia ni intervención de los humanos.

Solo nosotros, los humanos, nos hemos rebelado contra esos males y hemos tratado de aliviarlos. Ojalá ellos comprendieran esto.

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