La última palabra

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Mientras los conglomerados de medios tradicionales entretenían su ya legendaria disputa por la participación del mercado, sumando canales de televisión, diarios, revistas, ondas y microondas, y rondaban por Capitol Hill profesionales del cabildeo que pretendían acompañar o restringir la expansión mediática mediante leyes de diverso signo, apenas se percataron que una nueva generación amamantada con bits y bytes irrumpía en la escena con un emprendimiento, Google, que en 10 años superaría el valor de capitalización de mercado de las más grandes cadenas de medios combinadas de los Estados Unidos de Norteamérica. La tecnología había creado una plataforma de difusión e intercambio de texto, imágenes y sonido muy flexible, amplia, inmediata, donde casi cualquiera con acceso a la red podía colaborar en algún grado en la formulación de contenidos, provocando, sobre todo, el traslado del poder a los destinatarios, al usuario digital, convertido de receptor en activo agente de la comunicación.

Ya nuestros abuelos, y los abuelos de éstos, tenían la opción de darle a las páginas de un mal rotativo un destino menos inútil y más placentero que el de su lectura, atizando el fuego de los hogares o incluso supliendo emergencias logísticas en los inodoros, donde es inevitable aquello del amarillismo.

Y ahora el usuario digital se mueve, por definición, en un espacio sin fronteras ni controles, escogiendo a tiro de ratón lo mismo entre El Clarín de Buenos Aires, el ABC de España o el New York Times. Ya no hay necesidad de agotar un desayuno pegado al canal de noticias hasta dar con la única entrevista de fondo, que puede verse en YouTube, ni de acceder a la sección editorial para seguir las opiniones de algún comentarista que cuenta con su propio blog. No hay consejo regulador ni aquí ni en París que pueda incidir en la opinión de Oppenheimer en el Miami Herald, o en la de Ramonet, en el extremo opuesto. Y el incesante avance tecnológico permite a cada vez más usuarios configurar a su gusto y capricho la programación, horarios incluidos, que reciben por satélite. En suma, muchas de las atribuciones de los jefes de redacción, directores editoriales, de programación, le competen ahora al usuario digital. La misma definición de «medio de comunicación» ha quedado superada por la realidad tecnológica.

En este sentido, con independencia de los aspectos jurídicos de fondo en torno al derecho a la expresión y a la información, ampliamente debatidos los últimos años, una ley para regular la comunicación que intenta asignar espacios de creación -entre medios públicos, comunitarios y privados-, forzar contenidos y disponer, en suma, sobre determinados aspectos críticos para su funcionamiento, sencillamente olvida que la última palabra sobre estos y muchos otros aspectos de la comunicación la tiene -y así debe serlo- la audiencia. Es el usuario quien decide a quién cree, qué ve y qué medio clausura con la más grave de todas las censuras: voltear la página, sin tutores públicos. Y si finalmente hay quien quiere comprar basura y deleitarse con las páginas del amarillismo ¿por qué habría de impedírselo una ley?

Más relacionadas