La caricatura

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Quienes tienen las ideas claras pueden expresarlas con sencillez. Podemos no coincidir con sus reflexiones, pero difícil negarles el don de la síntesis, la agudeza para seleccionar pocas piezas de un rompecabezas complejo y utilizarlas para comunicar lo esencial, para ilustrarlo con humor, el más serio y estético indicador de la dinámica neuronal. Se dice, y suele ser cierto, que una imagen vale más que mil palabras, y los caricaturistas lo comprueban con sus editoriales gráficos. Admirable.

La palabra escrita empieza muchas veces con una idea vaga, una convicción que incuba y nos pide alas, una hipótesis precaria que gana consistencia y dirección a medida que la pluma se desliza y se calienta. En este proceso, la tinta precede a las conclusiones, los primeros hitos de la palabra escrita marcan el desarrollo, como en las obras complejas en que los personajes se apartan del designio inicial de su autor para actuar de manera consistente con los rasgos de su carácter ficticio.

El caricaturista, por contraste, no tiene tal margen; la composición ha de madurar y adquirir perfiles en el boceto virtual de su mente antes de materializarse en los tres o cuatro trazos que soporta el papel. Quien escribe se sirve de sus propios preámbulos para enfocar una visión, una idea; quien las ilustra, ha de haberlas concretado antes de darles forma en blanco y negro, sin posibilidad de añadir o corregir con grasa literaria. La diferencia, por lo tanto, no es solo de método o de secuencia, sino también de habilidad y proceso mental: la escritura construye una conclusión sobre la obra de teatro –para emplear una metáfora- a medida que se desarrolla; el caricaturista parece haberse ubicado al final del acto, a presenciarlo en sus secretos tras bastidores; le basta esa imagen de segundos para resumir una representación de horas.

Así nos revela una buena caricatura la esencia, el meollo de asuntos complejos, el lugar donde se origina la calentura que no está en las sábanas. En este proceso, casi de clarividencia, sucede algo parecido al efecto del ojo de buey, que se coloca en una puerta y descubre, a pesar de la distorsión y su tamaño, el panorama completo del otro lado en lenguaje de humor. Y este es otro mérito de la caricatura, su generosidad, el riesgo que toma al emplear un mensaje que depende de un espectador con las claves de humor suficientes para descifrarlo. La buena caricatura no es chanza ni chiste, pues el humor es más que sal y pimienta, que gracia añadida, es la estructura de la expresión, el código que transmite el significado no escrito.

La caricatura cuando es bella, como todas las cosas de su género, nos cautiva a primera vista. ¡Ah, la estética del humor! Porque la escritura puede conformarse con colocar las ideas en orden, en silencio, hasta con inteligencia; y a veces con arte. Pero en la buena caricatura, la que expresa una verdad, no hay orden, hay una sola imagen; las ideas bailan detrás, divertidas, desnudas, sin maquillaje o vestido literarios, expuestas en toda la belleza de la verdad sin rodeos.

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente en el diario HOY.

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