El alma de la escritura

Héctor Abad Faciolince
Bogotá, Colombia

Si un hombre se muere cuando deja de latirle el corazón, Gabriel García Márquez acaba de morir; si un escritor se muere cuando deja de escribir, García Márquez murió a finales del año 2006, cuando invitó a comer al grupo más íntimo de sus amigos para contarles que no pensaba escribir ni una palabra más. Si una persona deja de ser cuando su mente y su conciencia lo abandonan, podemos decir que el alma de García Márquez venía escapándose de su cuerpo desde hace algunos años, poco a poco, como si hubiera querido despedirse de la vida con disimulo, sin que nos diéramos cuenta de que se iba yendo. Pero si un escritor se muere cuando ya no es leído, podemos decir que Gabriel García Márquez seguirá vivo mucho tiempo, y morirá del todo solamente cuando no haya nadie sobre la tierra que sepa leer. Y eso no va a ocurrir mientras siga habiendo gente que crea en la literatura, que encuentre sabiduría y felicidad en ella, en las historias bien contadas, en la maravilla de las palabras escritas. Hay genios a quienes las frases excesivas (por exageradas que parezcan) no les quedan grandes porque en su caso no son retórica sino la pura verdad: Gabriel García Márquez y su obra vivirán mientras haya lectores y mientras haya quienes sepan apreciar la mágica genialidad de su prosa. Una magia y una genialidad que él tuvo como nunca nadie en Colombia y como tuvieron muy pocos escritores en el siglo XX.

La última vez que lo vi, en enero del año 2010, García Márquez empezaba a vivir en los desérticos jardines de la desmemoria, pero todavía conservaba relámpagos luminosos de su alma poética, esa maravillosa anomalía de su inteligencia, que era la que lo había llevado a decir y a escribir cosas insólitas que tan sólo se le ocurrían a su mente prodigiosa. Estábamos en su casa de Cartagena, una casa moderna diseñada por el prestigioso arquitecto Rogelio Salmona, tomando el fresco de la tarde en una terraza abierta a los vientos alisios. Mercedes, la esposa del patriarca octogenario, acababa de contarnos que su intención inicial —veinte años antes— había sido comprar una casona antigua en el casco histórico de la ciudad vieja, para remodelarla, pero que al fin no lo habían hecho “por el miedo que Gabo les tiene a los fantasmas”. La palabra “fantasmas” pareció despertar a García Márquez de su mente abstraída, le devolvió la chispa a sus ojos ausentes, y entonces hizo un comentario que nos dio una vez más el escaso placer de la belleza verbal: “Cuando llegamos aquí yo no recordaba que esta casa era mía, pero entonces sembramos árboles y nos quedamos”. Todos nos miramos con una sonrisa que no era de incomprensión ni de compasión sino de estupor: el alma fugitiva del gran escritor no dejaba de pronunciar frases hermosas y poéticas aunque estuvieran reñidas con el orden lógico del pensamiento ordinario.

Eran esas dos características unidas (el comentario de Mercedes y la frase de Gabo) lo que habían hecho de su cerebro y de su obra algo extraordinario: su credulidad, su alma intacta de niño que cree por entero las cosas fantásticas que se inventan los grandes (historias de aparecidos, de fantasmas, de muertos que hablan, de huesos que se mueven y seres invisibles que sin quitarse el sombrero se sientan “a contemplar las cenizas del fogón apagado”), y su capacidad de transformar su experiencia cotidiana en algo fantástico, contándola con giros verbales que volvían verosímil y casi normal lo increíble y lo mágico. Su personalísima manera de explicar el mundo por imágenes de gran perfección poética es lo que siempre ha hecho que sus frases se queden, como él mismo decía, “encalladas en el corazón de los lectores”. Con sus dotes de adivino, en varias novelas de García Márquez asistimos a la vejez de patriarcas que se van quedando mudos y mustios, olvidándolo todo, a la sombra de los árboles de un patio real o de un patio imaginario. Parecen fantasmas, debajo de su sombrero y dentro de su ropa, porque ya han dejado de estar en ellos. El cuerpo sin alma es como una jaula sin pájaro.

Si la vida literaria de un escritor se mide por el arco de tiempo transcurrido entre sus libros publicados, García Márquez nos ha acompañado durante medio siglo. Pocas carreras literarias más ricas, maravillosas y prolíficas que esos cincuenta años de compañía que van desde La hojarasca, que apareció impresa en 1955, y la publicación de su última nouvelle, Memoria de mis putas tristes, que es de 2004. Fueron estos dos libros, precisamente —el primero y el último de su vida de escritor—, los que recibieron las críticas más agrias y despiadadas. Primeriza y fallida, se dijo de la primera obra; senil y prescindible, de la última.

Se sabe que García Márquez estuvo a punto de abandonar su carrera de escritor al recibir una carta de la editorial Losada de Buenos Aires, firmada por Guillermo de Torre, en la cual el director de esta prestigiosa editorial no sólo le informaba que no publicarían esa novela supuestamente fallida, La hojarasca, sino que le aconsejaba al joven escritor que cambiara de oficio. Borges habló muchas veces del pésimo gusto literario de su cuñado, pero García Márquez, en ese momento, no podía tener en mente ese consuelo, que sólo le llegaría tarde.

En cuanto a Memoria de mis putas tristes, salvo una crítica ponderada y elogiosa de J.M. Coetzee en el New York Review of Books (que lee la confesión del sabio como una especie de conversión religiosa y ve a la joven virgen, Delgadina, como a una nueva Dulcinea del Toboso), la nota predominante fue acusar a García Márquez de pedófilo y putañero, de proxeneta de las letras y otros insultos, que no críticas, de este calibre. En este ambiente de moralismo restaurado y neopuritanismo sexual, se pregunta uno si a principios del siglo XXI alguien hubiera protestado por la censura de un juez contra Lolita. De hecho, en Irán se recogió la edición del libro de García Márquez, y nadie dijo nada.

Recientemente hice el ejercicio de releer juntas estas dos novelas, la primera y la última, para escribir un ensayo. Tengo una teoría sobre las primeras obras de los grandes artistas: cuando ellos no saben aún lo importantes que llegarán a ser, escriben, en cierto sentido, con mucha más libertad y con extremo descuido, con un cierto candor inocente que desnuda, sin quererlo, aspectos de su ser más recóndito. Creo que la excesiva frecuencia con que muchos autores reniegan de sus primeras obras (según ellos por motivos estéticos), y su obsesión en prohibir que se reediten, no obedece en realidad a razones de estilo o a falencias literarias de los años de aprendizaje, sino a que no quieren ver expuestas algunas claves secretas de sus obras posteriores.

Si bien en La hojarasca se percibe un problema técnico, pues los tres monólogos no se justifican ni están tan bien imbricados como en otros libros de García Márquez, el libro está salpicado de los hallazgos poéticos que luego inundarán las mejores páginas de Gabo. Son apuntes certeros, comparaciones que dibujan lo que ocurre y nos lo ponen enfrente con la nitidez icástica de una pintura. Por ejemplo, un “muchachito que pasa silbando, transformado y desconocido, como si acabara de cortarse el cabello”. O una mujer que “se incorpora, babeando, con la flor de la almohada bordada en la mejilla”. O esta lucha interior: “igual que si en esas noches lo recibiera en el cuarto el fantasma del hombre que había sido hasta entonces, y ambos, el hombre pasado y el hombre presente, se empeñaran en una sorda batalla en la cual el pasado defendía su rabiosa soledad, su invulnerable aplomo, sus personalismos intransigentes, y el presente, su terrible e inmodificable voluntad de liberarse de su propio hombre anterior”.

En lo que respecta a las claves para los libros posteriores, baste decir que en esta primera novela, García Márquez nos presenta un Macondo todavía muy apegado a su modelo real, Aracataca, su pueblo natal, con una compañía bananera también más realista, que es la culpable de llevar al pueblo la hojarasca (un gentío de braceros foráneos sin destino que sólo piensa en el lucro inmediato y no se integra al tejido social de la población), y de barrer el pueblo entero con su partida, y dejar sólo el viento de desolación que su ausencia levanta. También sería interesante explorar la iniciación homoerótica del niño como la clave de obsesiones y expiaciones posteriores en la obra madura del escritor.

Por lo que se refiere a Memoria de mis putas tristes, el libro tiene, en efecto, pequeños descuidos e inconsistencias narrativas que el editor debió haber resuelto. No sé si estas serán ya distracciones de la edad, pero en todo caso las mismas no le quedan nada mal a un narrador que cumple noventa años. Pero al lado de esas pequeñas fallas, aparecen siempre, en cada página, los hallazgos y maravillas verbales del narrador consumado. Doy algunos ejemplos, y empiezo por la elegancia en que se describe una primigenia reacción fisiológica: “Una corriente cálida me subió por las venas y mi lento animal jubilado despertó de su largo sueño”. Cierta coquetería encantadora de su prosa está explicada así: “utilizaba palabras italianas sin comillas ni cursivas cuando me parecían más expresivas que en castellano, como debiera ser de uso legítimo entre lenguas siamesas”. Y esta teoría se aplica en el libro en cantidades perfectamente dosificadas, como lo revela el uso de palabras como “calamaio” en vez de tintero, “mutandas” en lugar de bragas y “gonfia” en vez de hinchada. Si en La hojarasca había aún titubeos (como insertar un “creo”, cuando se dice una exageración, lo que daña la cara dura de tahúr con que García Márquez aprendió a contar las cosas imposibles) en Memoria está siempre la presencia firme del narrador consumado y sin miedo.

Entre estas dos novelas breves que abren y cierran su obra, está el grueso de los libros de García Márquez que, con toda justicia, el mundo ha celebrado. Antes del Nobel hay por lo menos tres obras maestras en el género novelístico: El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad y El otoño del patriarca. Una nouvelle impecable, Crónica de una muerte anunciada, y dos libros de cuentos prodigiosos: Los funerales de la mamá grande y La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. Después del Nobel, me parece, hay una sola obra del nivel de las anteriores: El amor en los tiempos del cólera. Pero con este núcleo duro de su obra narrativa (y dejo por fuera su extenso trabajo periodístico, que merece un estudio aparte, por su riqueza, frescura y complejidad, especialmente en su obra de articulista) creo que solamente gabofóbicos y malquerientes pueden dudar de la importancia central que tiene García Márquez para la narrativa universal en la segunda mitad del siglo XX.

El solo caso de Cien años de soledad, ese big bang de la novela contemporánea que estalló en Buenos Aires en 1967, bastaría para hacer de García Márquez un clásico del siglo XX. Por descabellado que sea hacer profecías, creo que hay pocas posibilidades de error cuando se dice que este solo libro —que es la épica necesaria a toda civilización y por lo tanto una obra que le hacía falta a toda América Latina— seguirá siendo leído con deleite y pasión en los siglos venideros. La fantasía y la violencia, la vida familiar y las hazañas de guerra, la magia casi mística y el encanto poético, todo está reunido ahí, en esas 350 páginas encantadoras, en las que incluso las imperfecciones son lunares que lucen, como los descuidos de Cervantes o las inevitables cabeceadas de Homero.

Tuve la fortuna de asistir, en la Feria del Libro de Guadalajara del año 2003, a una cena en la que García Márquez y Paco Porrúa (el editor que contrató aquella gran novela, Cien años de soledad, para editorial Sudamericana, traductor de Bradbury y “descubridor” de Cortázar) rememoraban esos meses frenéticos en que por primera vez un libro suramericano se convertía en un caso mundial. Lo que no contaron fue un chisme gracioso que cuenta Bioy Casares en su diario de Borges: “García Márquez pasó épocas de pobreza en las que decía a sus chicos que no se afligieran, que un día llegaría un señor con una valija llena de dinero. Cuando vendió tanto Cien años de soledad, la Sudamericana le previno que le pagarían una suma considerable. García Márquez dijo que bueno, pero que no le mandaran un cheque, que un señor llevara el dinero en efectivo, en una valija. Llegó el señor y García Márquez abrió la valija delante de sus hijos”. Lo que en la vida pública es una obra épica, en la vida privada se convierte en un cuento de Aladino.

Es posible que la sensibilidad actual soporte mal ciertos excesos e hipérboles del realismo mágico, así como nos parecen cursis ciertas frases de las novelas románticas, eternas las sagas realistas o desmesuradas las hazañas de los libros de caballería. Las modas pasan, las sensibilidades cambian. Pero hay que advertir que las exageraciones de esta escuela no se deben tanto a García Márquez como a sus imitadores, que son legión, tanto en el ámbito de nuestra lengua como en otras literaturas. Decía Lichtenberg que lo malo de los libros realmente buenos es que suelen dar origen a muchos otros libros malos y mediocres. Muchos de quienes se hastiaron del realismo mágico —un hastío que muchos hemos compartido— han sido muy injustos con el más grande exponente de este género literario. No han juzgado a García Márquez después de releer sus obras, grandiosas y convincentes en sí mismas, sino por esa sopa recalentada que han sido y siguen siendo los libros de sus epígonos. Que los imitadores hayan desgastado ciertos recursos estilísticos hasta llevarlos al límite de un empalago meloso, no quiere decir que estos, en manos de su creador original, no hayan sido magníficos. Lo que fue maravilla y descubrimiento, quedó arruinado por los plagiarios de pacotilla, pero esa moneda hoy falsificada por tantos, tuvo curso legal y era de oro de buena ley.

Como decía don Alfonso Reyes comentando la forma en que ciertos escritores y estilos caen en desgracia con el paso de las generaciones y las veleidades del gusto juvenil: “Cuando un sistema de expresiones se gasta por el simple curso del tiempo y no porque carezca en sí mismo de calidad intrínseca, lo más que podemos decir es: ‘Lo que emocionó a los hombres de ayer, porque para ellos fue invención y sorpresa, a mí ya no me dice nada. He absorbido de tal forma ese alimento, que se me confunde con las cosas obvias. Agradezco a los que me alimentaron y continúo mi camino en busca de nuevas conquistas’. Pero en manera alguna tendremos derecho de negar el valor real, ya inamovible en el tiempo y en la verdad poética, que tales obras o expresiones han representado y representan, puesto que en el orden del espíritu siempre es lo que ha sido”.

No puedo no tocar el tema más antipático y molesto en el que muchos se explayan cuando hacen su diatriba de García Márquez: la política y la triste cercanía del autor con presidentes y personas poderosas. Así como a Jorge Luis Borges no se le perdonará nunca que haya recibido una medalla del dictador Pinochet, a García Márquez tampoco le perdonarán que haya recibido una casa del dictador Fidel Castro, o aún peor, que se haya convertido con los años en un amigo suyo. Esta fascinación por el poder ha sido, sin duda, una de las debilidades del carácter de García Márquez. Gracias a este embeleso, sin embargo, y a su conocimiento directo de los dictadores, existe una novela grandiosa como El otoño del patriarca. Pero ese mismo embeleso lo llevó a cometer disimulos de sumisión ante salvajadas que no podían negarse. Muchos grandes escritores no han sido hombres perfectos, y sólo podría decirse, para evitar ensañarse con esta faceta suya, que quienes la recalcan son personas como Fernando Vallejo, que ha hecho elogios públicos de los paramilitares colombianos —asesinos en serie— sin que le tiemble la voz, o como intelectuales incondicionales con la política exterior de Estados Unidos. Un amigo o partidario de Bush, genocida en el Medio Oriente, no ha caído menos bajo que un partidario de Castro. Lo cual no justifica a ninguno de ellos.

Pero hay algo más, que es quizá el terreno que pisan los gabófobos cuando atacan a García Márquez ya no política, sino literariamente: para bien o para mal, nuestro subcontinente ha cambiado, y las nostalgias que han gobernado esa obra inmensa e inimitable, para las nuevas generaciones ya no tienen la misma resonancia mítica. El mundo es otro, nuestras infancias fueron otras, y algunas recetas del realismo mágico, como se explicó antes, se han desgastado. Así como a veces Borges parecía imitarse a sí mismo, también hay páginas de García Márquez (lo noto sobre todo en Noticia de un secuestro o en Del amor y otros demonios), que están hechas con su misma técnica impecable pero sin la sangre y la médula vital que las habitaba al principio. Él mismo lo notó, y creo que su silencio de los últimos años, además del cansancio de la edad, se debe a que ya estaba escribiendo con la inercia del oficio y no con el vigor de las entrañas.

García Márquez tuvo la dudosa suerte de convertirse en un clásico en vida, y de que sus libros ya no se prohibieran (como sucedía hace cuarenta años en algunos colegios colombianos) sino que se recetaran en las mismas cucharadas con que a los escolares les formulan comedias de Shakespeare y cantos de Dante. Así es fácil llegar a ser más venerado que leído, y más fácil aún levantar aplausos cuando los gabófobos toman impulso para la diatriba y el insulto. Pero si alguien abre al azar, por gusto y no por deber, una página cualquiera de Cien años de soledad, del Coronel no tiene quien le escriba o de El otoño del patriarca descubrirá que su magia poética es real, y que esas historias maravillosas —de erotismo, de guerra, de intimidad y de violencia— conservan un encanto intacto y perdurable. Lo mismo ocurre con su mejores cuentos, con Noticia de un secuestro, o con esa hermosa historia amorosa de la madurez: El amor en los tiempos del cólera.

Cuando alguien tiene un instinto mucho más agudo que la suma de los cinco sentidos, y cuando a ese instinto se une una intuición poética pasmosa y un profundo conocimiento del corazón humano, no es raro que al dueño de tantos atributos se le asigne también el don de la adivinación y de la profecía. La abuela de García Márquez decía que su nieto, Gabito, era adivino. De adivino a divino hay sólo una vocal de distancia. No hay que dar ese paso: García Márquez fue un gran escritor de este mundo. Un escritor inmenso, y el más grande que ha habido en la historia de Colombia. Escribió novelas inmensas que, si el español sobrevive, se seguirán leyendo a través de los siglos. Pedir más es imposible, y decir más es pecar de idolatría.

Como ejemplo de vocación y disciplina, de amor a un oficio y al mismo tiempo como modelo de una vida plena y con sentido, los escritores latinoamericanos no podemos contar con uno mejor. Como narrador ha sido capaz de “hacer la realidad más divertida y comprensible”, lo que para nosotros sus lectores es una dicha y para sus colegas un gran reto. Más que un gran colombiano, es un gigante de la literatura de todos los tiempos, que le demostró al mundo que también en nuestro potrero florecido se pueden dar grandes obras de literatura. Ojalá sus coterráneos seamos capaces, no de insultarlo ni de convertirlo en un dios, no de subirnos sobre sus hombros para intentar ver más lejos (porque en la literatura no hay progreso), no de imitarlo usando como bastón sus invenciones, sino de seguir adelante por nuestro propio camino, sin emular su estilo sino su vitalidad, su amor por el arte y su confianza en que la literatura sigue siendo una herramienta maravillosa para “desembrujar los secretos del mundo”.

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Héctor Abad Faciolince, colombiano, es uno de los más importantes escritores latinoamericanos del momento. Su texto ha sido publicado originalmente en el diario El Espectador, de Colombia.

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