El señor del árbol (4), la señora del bosque (1)

Álvaro Alemán

Alvaro Alemán
Quito, Ecuador

(1)

Alejandro Carrión, uno de los escritores ecuatorianos más interesantes del siglo XX, cuenta la historia de un señor del árbol:

“Allá arriba es frecuente una temperatura de 4° C: es en la Sierra de Chilla, un ramal de la Cordillera Occidental de los Andes en la Provincia de Cotopaxi. Desde esa altura, llamada la Colina de Yugsiloma, se tiene, en compensación del frío, una hermosa vista: la espléndida llanura de Guaytacama que significa algo así como «guardián de las flores», en el poético idioma quechua. En Yugsiloma está el pequeño caserío de Cuicuno, que dista de Guaytacama cuatro Kilómetros de una ardua cuesta barrida por los vientos. Humilde, congelado, con su suelo casi estéril, Cuicuno es el escenario de los milagros, porque allí mora el Señor del Árbol, el más milagroso de todos, en cuyo culto se dan la mano el catolicismo y la naturaleza. Está también el hermoso templo que alberga el portento. De todo el país, en romería inacabable, los campesinos suben a pedir al Señor del Árbol la salud y a contarle sus penas.”

La leyenda cuenta que un viejo guasicama de Guápulo, con el ahorro de toda su vida compra un lote en Cuicuno en donde levanta su vivienda y siembra varios árboles para templar el viento; el único que arraiga es un quishuar (Buddleja coriácea) . Domingo cultiva cebada y cuida un rebaño de ovejas, el quishuar desarrolla formas grandes y fuertes y una tupida fronda. Un día, observa la pérdida de una oveja y culpa al árbol, va en busca de un hacha, ataca al tronco del mismo y ahí ve el milagro, perfectamente tallado en el cuerpo del mismo, un Cristo crucificado, sus brazos dos ramas del árbol surtidos de frutos rojos y nidos. Domingo llama a su familia y juntos adoran al Señor del árbol. Alejandro Carrión sigue en su crónica un libro escrito por Monseñor Alfonso Zarzosa sobre este mismo tema, aquí las palabras del sacerdote:

«Como protegido por la cavidad del tronco, está tallado el cuerpo del Señor. Sus brazos se extienden hacia las dos ramas en longitud desproporcionada. Tiene su cabeza erguida, sus labios entreabiertos y sanguinolentos, sus ojos opacados de infinita tristeza. Sus pies están juntos, no uno sobre otro, corno es la postura más conocida. Todo su cuerpo está plagado de llagas. Sus rodillas, hombros y tobillos presentan horribles heridas. Su rostro y su cuerpo están surcados por arroyos de sangre. Su rostro está amoratado por los golpes, renegrido por el polvo y las salivas. Sus cabellos mesados, en desaliño, humedecidos por la sangre que la corona de espinas arranca de su divina cabeza. La expresión de angustia de su rostro es admirable. Parece que el cúmulo de congojas morales y torturas físicas, ha llegado a su cima; que la cabeza de Jesús, pesadamente agobiada sobre el pecho, de pronto se levanta para dejar escapar un sollozo. Sus ojos buscan a alguien en la lejanía. A alguien que le consuele y tenga de él piedad».

El Señor de Cuicuno es citado en un inventario de 1835, en otro, de 1875 se dice que la imagen existe “desde tiempo inmemorial” y añade que podría tener más de 200 años, lo que situaría al Señor del árbol en 1634. Carrión y Zarzosa señalan que la devoción por el Señor del Árbol habría venido de Chile y que se tallan imágenes de esta advocación en Aloag, Poaló y Pomasqui, donde aún se veneran. Se trata de Cristos tallados en el tronco de un árbol en que sus brazos se confunden con las ramas. La diferencia con el Señor de Cuicuno es que el árbol tallado de ese lugar no ha sido desenterrado y sigue con sus raíces hundidas en la tierra.

Carrión hace notar la peculiaridad del culto en su escrito, dice: “En su libro este sacerdote (Zarzosa) dice que es curioso anotar que los campesinos indios «no se arrodillan ni rezan ante el rostro del señor, sino a su espalda, junto al tronco», por lo cual teme que exista «veneración» y aun adoración, no por la imagen del Señor, mismo, divinizándolo y haciendo de él un ser vivo e inteligente «lo cual sería idolatría pagana. En realidad, es posible que se trate de un sincretismo entre la religión católica y un inmemorial culto al árbol, a la naturaleza, que en esta advocación tan extraña sobrevivía aún”

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La epopeya de Gilgamesh es un poema épico de la antigua Mesopotamia, mentado a veces como la primera gran obra literaria. La historia literaria de Gilgamesh inicia con cinco poemas Sumerios sobre el rey de Uruk, estos textos fueron la materia prima de una historia que juntó los cinco relatos. Las tabletas que lo alojan datan desde 18 siglos antes de la era común y llevan la inscripción “Aquel que vio lo desconocido”. El poema narra el encuentro de Gilgamesh, el rey de Uruk con Enkidu, un hombre salvaje, enviado por los dioses para impedir que el rey oprima al pueblo de Uruk y las subsecuentes aventuras y encuentros del protagonista con seres sobrenaturales y con su propia mortalidad. En un episodio de este extenso texto, Gilgamesh y Enkidu viajan más allá de las montañas a los bosques de cedro, ahí, se encuentran con Humbaba o Huwawa, un gigante puesto por los dioses como guardián de los bosques. El traductor Burckhardt describe al personaje de esta manera: “Tenía las patas de león y un cuerpo cubierto de escamas ásperas; sus pies las garras de un buitre, sobre su cabeza los cuernos de un toro salvaje; tanto su cola como su falo terminaban en la cabeza de una sierpe”.

La batalla entre los héroes y el monstruo es lo contrario de espectacular, el gigante cae fácilmente, como si él mismo fuese un árbol. Cuando cae Humbaba “tan lejos como dos leguas los cedros se estremecieron. . .porque era el guardián del bosque quien habían puesto en el suelo”. Una vez despachado el personaje, los héroes ocupan el bosque mismo: “Atacaron los cedros y los siete esplendores de Humbaba se extinguieron. Mientras Gilgamesh tumbaba los primeros árboles del bosque Enkidu limpiaba las raíces de la orilla del Éufrates”. El dios Enlil reprocha a los héroes,: “¿Por qué hicieron esta cosa? De ahora en adelante, que el fuego esté en sus rostros, que coma el pan que comen, que beba ahí donde ustedes beban”.

(3)

En El Señor de los anillos de J.R.R. Tolkien, el autor británico narra la existencia de seres arbóreos dotados de conciencia—Ents– pastores de rebaños de árboles, milenarios y distantes al mundo de la Tierra Media que deciden, luego de un encuentro con dos Hobbits—una raza humanoide—participar en la batalla final contra el hechicero Sauron. El más viejo de todos ellos representa un triunfo de la traducción de la lengua de Shakespeare a la de Cervantes. Su nombre en inglés, Treebeard aparece en español bajo la feliz articulación de Bárbol. Aquí la descripción de Peregrin Tuk, un hobbit, de este ser fantástico:

«Uno hubiera dicho que había un pozo enorme detrás de los ojos, colmado de siglos de recuerdos y con una larga, lenta y sólida reflexión; pero en la superficie centelleaba el presente: como el sol que centellea en las hojas exteriores de un árbol enorme, o sobre las ondulaciones de un lago muy profundo. No lo sé, pero parecía algo que crecía de la tierra, o que quizá dormía y era a la vez raíz y hojas, tierra y cielo, y que hubiera despertado de pronto y te examinase con la misma lenta atención que había dedicado a sus propios asuntos interiores durante años interminables».

Los biógrafos de Tolkien parecen todos estar de acuerdo en señalar la antipatía de Tolkien ante la industrialización y su amor por la tradición, la mayoría coincide en señalar que es Bárbol, de todos sus personajes, quien encarna estos valores.

(4)

Theodor Seuss Geisel fue un escritor e ilustrador estadounidense conocido ante todo por libros infantiles escritos bajo el seudónimo, Dr. Seuss, publicó más de 60 libros para niños y niñas durante su vida. Sus textos son parte integral de las estrategias de lectoescritura ensayadas después de la segunda guerra mundial en los EEUU cuando los libros de iniciación de lectura abandonan las imágenes idealizadas, homogéneas y genéricas de Jack y Jill al adentrarse en los mundos imaginativos y caóticos que propone Geisel. Uno de sus libros más populares y el predilecto del autor, se titula El Lórax (1971) y trata de un curioso personaje que, “habla a nombre de los árboles” y los defiende de la personificación de la industria, “El-una-vez”. La aparición del libro coincide con el movimiento ambientalista en los EEUU, se publica poco antes de la celebración del primer día mundial de la Tierra.

La señora del bosque

(1)

A finales de los años ochenta, cuando yo tenía un escarabajo, un volkswagen, o más propiamente, un pichirilo, una parte importante de mi semana consistía en buscar repuestos para el motor. En el norte de Quito, cinco almacenes surtían a las personas que, como yo, peregrinaban de taller a almacén, a torno, en busca de las piezas requeridas para poner en movimiento a un automóvil que, incluso entonces, circulaba ya en los anales de la leyenda. Habían almacenes en El Inca, en la “Y”, en la diez de agosto. Un día consulté al maestro que trabajaba mi auto sobre la posibilidad de reemplazar la bobina. Le dije que había buscado en todo lado y que no encontraba lo que él me pedía.

–¿Dónde buscó? Me dijo. Y le recité todos los almacenes que vendían repuestos de escarabajo en Quito.

–¿Ya fue dónde la señora del Bosque? Me dijo.

–¿Qué señora? Le respondí, a la vez que sentí la anticipación que precede a un descubrimiento. Las palabras del Maestro habían despertado mi curiosidad, la memoria del Señor del árbol, de todos los señores del árbol que conocía, rozó mi conciencia como una rama de hojas movidas por el viento.

–La señora que tiene el almacén de repuestos al pie de la subida al Centro Comercial El bosque. La señora del bosque. En efecto, ahí encontré la bobina.

 

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