Barbarie

En la pared del frente de su negocio, apareció la primera pinta: “TXATO TXIVATO”. Pocos días después, mientras se dirigía a reunirse con el grupo de ciclistas con el cual solían dar largos paseos por los pueblos aledaños, vio que en gran parte de las paredes de su pueblo había pintas en contra suya: opresor, chivato, traidor, explotador. Cuando llegó a la plaza y se juntó con sus amigos, notó que los saludos, entusiastas y afectuosos de otros días, ahora eran fríos y distantes y que muchos ojos rehuían los suyos. Solo, y ya de regreso a casa, oyó que desde una ventana cualquiera un muchacho le gritaba —¡Txato, hijoputaaa!

El Txato era un hombre común y bueno que gracias a su trabajo incansable había logrado establecer un negocio medianamente próspero. Ese fue su primer delito. Negarse a ser extorsionado por ETA, entregándoles grandes sumas de dinero a nombre de “contribuciones revolucionarias”, había sido el segundo y definitivo.

De un día para otro, ese hombre sencillo, que tenía amigos y se relacionaba amablemente con sus vecinos, se convirtió en un apestado, en enemigo público de la “causa vasca” porque la dirigencia fanatizada de ETA así lo había decidido. Y tras esa decisión, aquel hombre había sido condenado.

Pese a las amenazas y el hostigamiento, se negó a ser extorsionado y a abandonar su pueblo. Pensó, como lo hacemos siempre, que las cosas no llegarían a tanto, que lo peor no podría suceder porque las grandes tragedias solo ocurren a otros individuos, a otros pueblos. Pocos días después, un comando de etarras, entre los cuales se contaba el hijo de su mejor amigo, lo asesinó a pocos metros de su casa. Nadie ayudó a levantar el cuerpo, nadie consoló a su familia: ¡el Txato se lo merecía!

Lo que cuento en los párrafos anteriores, es parte de la gran novela de Fernando Aramburu llamada Patria. La novela está ambientada en un pequeño pueblo vasco y cuenta la historia de dos familias amigas que son irremediablemente separadas y destrozadas por la irrupción del fanatismo político y la violencia de ETA. Es una reflexión profunda sobre las sociedades que son atrapadas por el dogmatismo ideológico y por la ignorancia que siempre lo acompaña, y es, ante todo, una radiografía del fanatismo y de las profundas secuelas que produce sobre elementos básicos de la civilidad como son la tolerancia y el respeto a la vida humana.

Pero hay otra idea que también nos deja la lectura de la novela: ningún pueblo está libre de una tragedia porque la barbarie se cierne en cualquier sitio; basta un grupo de alucinados y fanáticos y una sociedad cómplice o impávida, para que estén listas las condiciones para que el odio y la violencia se ceben contra un pueblo, un grupo o un individuo. Detrás de todas las catástrofes sociales y políticas se agazapa, y luego prima, lo peor del ser humano: el resentimiento, la envidia, el miedo o el odio al otro, cualquiera de esas cosas afloran con facilidad en cualquier momento. Los lideres mesiánicos lo saben y las usan sin ningún escrúpulo; crean enemigos falsos para que la gente empiece a matarse, como si destruyendo a su supuesto enemigo su propia miseria podría ser saldada.

Sin embargo, no reaccionamos como deberíamos porque creemos que el mal será pasajero, porque nos resistimos a pensar que la estupidez y la maldad puedan gobernar el mundo, porque en el fondo tenemos fe en la grandeza del ser humano, en su bondad y racionalidad.

Y quizá por eso damos la espalda y no queremos mirar la historia de otros pueblos que tal vez un día pensaron lo mismo y que luego cayeron en la locura, la violencia y el crimen. Alemania, el pueblo más culto de Europa, cayó en las garras de Hitler y nadie hizo nada hasta que la locura lo había arrasado todo; Cuba, la maravillosa isla de la alegría, uno de los pueblos más educados y desarrollados de América Latina, cayó en manos criminales y en ideologías desquiciadas, y cuando quisieron reaccionar ya era tarde. Venezuela no será Cuba, Ecuador no será Venezuela; así vamos, viviendo con la seguridad de que lo peor no puede llegarnos, de que estamos protegidos de la corrupción y la violencia, que aquí no, que aquí nunca. Pero nada es así y la barbarie siempre ronda.

Antonio Muñoz Molina, el gran escritor español, lo advierte: “Creo que el edificio de la civilización está siempre en peligro de derrumbarse y que hace falta una continua vigilancia para sostenerlo. Lo inaudito puede siempre suceder. Lo que parecía inimaginable porque era infernal se convierte en cotidiano. […] En el momento en que por desgana o por cobardía o por comodidad o por negligencia la libertad de expresión deja de ejercerse ya se ha empezado a perder. Si se descuida o se debilita el imperio de la ley vendrán las mafias y las patrullas de vigilantes armados a invadir el territorio de la vida civil. Hay un núcleo en el que no se transige, en el que cada debilidad es una rendición. Si el Estado democrático renuncia al sometimiento de una legalidad igualadora, los débiles se quedan a merced de los fuertes y los bárbaros o los brutos o los corruptos prevalecen sobre las personas que por ser pacíficas carecen de recursos o agresividad para defenderse por su cuenta”.

Así como un árbol o un bosque demoran años en crecer y madurar, para luego ser destruidos por la inconsciencia de un imbécil que le prende fuego o lo tala, así ocurre también con la democracia y las instituciones. Lo mucho o poco que habíamos construido, con altibajos e imperfecciones, con el esfuerzo y sacrificio de muchos, fue abolido por la inconsciencia de un grupo de imbéciles alucinados que quisieron refundar el país desde cero, arrasando con todo lo que servía, que había sido largamente construido y que había conjurado la violencia y la arbitrariedad que tienden a reinar cuando se carece de leyes e instituciones.

En Venezuela ocurre justamente eso. Tras casi dieciocho años de Revolución Bolivariana, toda sombra de civilidad ha sido demolida. No hay institución que valga, ni leyes ni normas que se respeten. Las bandas de criminales no sólo se apoderaron del gobierno, también han tomado calles y ciudades, y la violencia y el crimen campean en la tierra en donde un día nacieron Arturo Uslar Pietri, Andrés Bello o Rómulo Betancourt. Porque allí, junto con la dictadura, también llegó la barbarie.

Y lo que hoy ocurre en Ecuador nos puede llevar por el mismo camino. Tras diez años de esparcir odio a través de sabatinas, cadenas nacionales y propaganda, el país se encuentra en un estado de crispación jamás visto. El ataque a Carlos Michelena, la amenaza de muerte a Juan Esteban Guarderas, las vuvuzelas acallando las voces disidentes, la golpiza a mujeres militantes de CREO y la cobarde agresión a Guillermo Lasso, protagonizada por esa turba de fanáticos, muestran cuál podría ser el Ecuador que nos espera.

Pero aún depende de nosotros y todavía confío en que el Ecuador sabrá decir NO al abuso, la corrupción y la violencia.

Para cerrar, tomo un párrafo de un personaje de Aramburu y lo hago mío, cambiando únicamente el tiempo verbal: “…escribo en contra del crimen perpetrado con excusa política, en nombre de una patria donde un puñado de gente armada, con el vergonzoso apoyo de un sector de la sociedad, decide quién pertenece a dicha patria y quién debe abandonarla o desaparecer. Escribo sin odio contra el lenguaje del odio y contra la desmemoria y el olvido tramado por quienes tratan de inventarse una historia al servicio de su proyecto y sus convicciones totalitarias”.

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