El crimen como carrera

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

Aunque se encuentre en la cima del poder, desde donde, como si de un acto administrativo se tratase, puede disponer de la vida y la muerte de los que se cruzan en su camino, el objetivo existencial más importante de quien ha elegido el crimen como forma de vida es -igual que el del alcohólico rehabilitado que solo aspira a mantenerse sobrio otro día-  sobrevivir hasta el día siguiente.

El capo mafioso, como el último de sus lugartenientes, no tiene un objetivo mayor en la vida. La conquista del poder, que tantos crímenes le ha costado, es solo un recurso para asegurar su sobrevivencia.

En el hampa, donde la conciencia de ser superviviente está más arraigada que en ningún otro grupo humano, las personas, excepto aquellas que pertenecen al círculo íntimo del criminal, son, para él, no más que amenazas o instrumentos.

Las amenazas tienen que ser neutralizadas o eliminadas, y los instrumentos, una vez que han terminado su vida útil, desechados. Matar equivale a limpiar de obstáculos el camino. Hiere, mata el disparo: campo libre, amenaza conjurada.

Todos los actos de un criminal son actos últimos. Y el derroche y la ostentación que el delincuente próspero hace de su riqueza son manifestaciones necesarias del opresivo sentimiento de fin del mundo que lo domina, y que no lo abandona ni siquiera cuando, señor ya del crimen organizado, intenta levantar otro imperio.

En ningún lugar como en el mundo del hampa los reinos y principados caen y se suceden con tanta rapidez y constancia. Nunca el trono permanece vacante por mucho tiempo.

Donde la conciencia de ser supervivientes está más extendida, menos valor tiene la vida humana. Ahí, donde más atrás hemos vuelto en la historia, los que se reconocen como supervivientes han reinventado la horda.

Las bandas criminales -encarnaciones contemporáneas de la horda- y la dinámica del crimen confirman la hipótesis hobbesiana del estado de naturaleza: el de la guerra de todos contra todos, en el que ni siquiera el más fuerte está seguro.

Una vez que alguien entra en la órbita de los criminales se convierte en blanco u objetivo. Estos, valiéndose incluso del asesinato, niegan a los demás lo que reclaman y defienden para sí mismos. Lo niegan de manera definitiva.

Las cárceles, tal como funcionan actualmente, aíslan a los criminales con otras personas de su misma clase y, al hacerlo, acentúan su conciencia de supervivientes. Así, en lugar de rehabilitarlos, reafirman su condición delictiva; la que muchos de ellos no están dispuestos a abandonar.

La política pública sobre el crimen debe considerar esta situación seriamente. Hablar y hablar de rehabilitación en el caso que venimos analizando es un acto de hipocresía. Quien ha elegido el crimen como carrera, salvo en contadas excepciones, no va a renunciar a ella. Hay que preocuparse, entonces, y esto es materia también de la política, de que nuestra sociedad no se llene de sobrevivientes.

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