Diez años con LaRepública

María Rosa Jurado

Guayaquil, Ecuador

Recuerdo haber leído hace años que Jeff Bezos decía que una empresa que llega a los 10 años alcanza su punto de equilibrio, y siempre estuve ansiosa esperando el día en que este sitio de noticias, LaRepública, llegara a ese momento. Y por fin ha ocurrido este 7 de junio de 2021.

Diez años en que empezamos soportando los embates del correísmo en contra de la prensa independiente; el cambio de paradigma que significó que la publicidad dejara de ser la principal fuente de financiamiento de los medios; la avalancha de fake news inundando las redes, el estrés de la noticia inmediata, la falta de liquidez del Estado por culpa del despilfarro (y es que las personas que solo piensan en sus intereses, causan los peores males a la humanidad), para luego caernos de China un virus  que se convirtió en pandemia y que, en menos de lo que se persigna un cura ñato, nos redujo al confinamiento,  provocando desempleo, quiebras, muertes, aislamiento, depresiones, desesperación.

En este momento, ni siquiera estamos seguros de cuándo terminará esta pandemia, ni cuáles serán todas las secuelas o las mutaciones de las nuevas cepas.

No la tenemos nada fácil, pero la derrota del populismo y la corrupción en las últimas elecciones del Ecuador nos han traído un aire fresco y puro a los pulmones y nos atrevemos a cultivar con cautela, la esperanza.

Estos  embates del destino, que todos hemos sufrido de una manera u otra, no han caído en saco roto. Hemos descubierto cuánto se extraña el abrazo de los seres queridos, la risa y el compartir con los amigos, con quienes puedes ser tal como tú eres y hablar sin rubores. Sabrás cuántos cosas no necesitas y descubrirás nuevas formas de apoyar a los demás.

Mi profesión es abogada y de hecho, me ha gustado mucho siempre, pero soy una comunicadora nata. Mis cuatro hermanas mayores se las veían y se las deseaban para tratar de evitar que yo hablara sin parar durante las cuatro horas que duraban nuestros viajes a Manta, a visitar a la abuelita Mercedes de Caravedo.  Desde niña leía y escribía cartas. Toda persona que yo he querido en mi vida tiene una carta mía o una tarjeta. Y cuando hace diez años empezamos con La República se me abrió de pronto, no solo la posibilidad de escribir, sino de hacerme cargo de las noticias que me gustaban, que normalmente tienen que ver con arte y cultura.

Mi amor por la lectura es el resultado de la influencia de la tía Amparito Caravedo de Sánchez, que era profesora de pintura y muy culta, además de ser la mujer más buena de este mundo y que, como no tenía hijos y normalmente me cuidaba cuando mis padres estaban de viaje, se convirtió en mi mentora. A los seis años ya me había hecho aprender muchos versos, algunos muy largos como “Reír llorando”, de Juan de Dios Peza. Ella era una fuente de los más bonitos poemas y refranes, que me han guiado, consolado y encantado toda mi vida.

 Creo que los poetas son los verdaderos conocedores del  alma humana, capaces de hacernos sentir tan profundamente comprendidas en nuestros sentimientos que nos llenan de consuelo en las aflicciones.  Una vez, entrevistando a Alonso Cueto, unos de mis escritores peruanos favoritos, en una breve visita a Guayaquil, me contó que pudo pasar su luto por la muerte de su padre, siendo casi un niño, con la lectura de  “Los heraldos negros” de César Vallejo.

Mi tia Amparito y la biblioteca “El mundo de los Niños”, de la editorial Salvat, son los causantes de que adore el arte y la lectura. Incluso sospecho que mi esposo decidió pedirme matrimonio una noche que, sin querer, contesté un acertijo que él tenía desde niño. Siempre había recordado un poema infantil sobre el sapito glo glo glo, que en una de sus líneas finales decía “nadie sabe dónde vive, nadie en la casa lo vio”. Él tenía la costumbre de repetir esa frase, cuando no sabía dónde estaba alguien a quien se buscaba. Y ocurrió que una vez, mientras conversábamos, alguien preguntó por otra persona y él respondió su frase de siempre: “Nadie sabe donde vive, nadie en la casa lo vio”, y se quedó estupefacto cuando yo le contesté enseguida: “pero todos escuchamos cuando llueve: glo glo glo”.

 Él se sorprendió. Y dijo que era la primera vez, desde que aprendió ese verso a los cinco años, que otra persona se lo repondía con el verso siguiente. Esa conversación de recuerdos de nuestra infancia de lectores fue el inicio de muchos diálogos más que aún continúan estimulándonos a ambos.

Todas los días, cuando me siento a subir noticias de cultura en La República, como he hecho durante los últimos diez años, doy gracias a mi Dios por la oportunidad de mantenerme al tanto de todas las noticias sobre libros, escritores, cine, espectáculos, museos, y por todas las maravillosas imágenes que voy a ver. Y me felicito a mí misma por tener esa suerte. Y desde el fondo de mi corazón honro a mi querida tía Amparito por sembrar en mi corazón el amor a las artes.

Más relacionadas