La noche de Megan

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Me imagino que, cuando crezca y se haga niña y luego una señorita y finalmente una mujer en pleno derecho, la bebé Megan tendrá suficiente tiempo para evaluar la huella que este gobierno ha dejado en el país y acaso en su propia trayectoria vital. Megan no lo sabe ahora, pero el régimen ha resuelto hacer coincidir la fecha de su nacimiento con la fecha simbólica del nacimiento de la democracia. Vaya responsabilidad. Vaya paralelismo. La criatura, ahora reproducida infinitamente en cuñas de radio, gigantescas vallas al borde de las calles y carreteras, en tiernos y apastelados anuncios de televisión que se repiten decenas de veces cada hora es, pues, una suerte de encarnación de la pureza de un frágil sistema que, según sus insignes fundadores, acaba de ser traído al mundo para ser disfrutado por las generaciones bebés y las que aún esperan por ver el sol.

Seguramente duerme ahora Megan un sueño dulce y profundo, un sueño inocente y sereno, al contrario de la tambaleante democracia que acaba de nacer hace apenas tres años en el país, siempre según sus insignes fundadores y sobre todo según sus clarividentes publicistas y asesores de imagen, quienes han tenido la inspirada ocurrencia de relacionar el confuso motín del año 2010, que casi le cuesta la vida al presidente Correa, con el advenimiento de un sistema económico y social legítimo y la llegada al mundo de una nueva era y de una nueva generación de hombres y mujeres que, cara al sol –¡uy!-, pondrán el pecho día a día para sacar adelante a su república. Con esa retórica de clase de cívica. Con esa vacuidad propia de los nacionalismos a ultranza.

Es probable que Megan se pregunte, ya niña o señorita o ya madre, quién sabe, cuál es la democracia que nació con ella. Megan se sentirá, entonces, acompañada de una hermana gemela que, en muchos casos, será la sombra de su universo social. A menos que sus padres, tan cívicos y revolucionarios y comprometidos, decidan dejarla en paz y alejarla de las luces de estudio y hacerla vivir sin semejante compañía.

Sea como fuere, y ya despojados de los fervores de un país que nunca ha encarado las consecuencias brutales de una polarización política a las que nos está llevando el recién nacido y tan fiable sistema democrático, Megan podrá sopesar si ser la cara de este gobierno es algo que le llena de orgullo o le avergüenza. Yo me temo que será más bien lo segundo, cuando ella pueda comprobar el resultado futuro de las acciones presentes de un régimen tan enamorado de los aforismos, de los gestos revolucionarios, de la informalidad de sus integrantes pero que, sin embargo, día a día, parece practicar lo contrario de lo que las canciones de tarima y los anuncios de televisión y las noticias neutrales de sus diarios cooptados afirman.

Megan no tuvo la suerte de tener una jueza llamada Hilda Garcés quien, legítimamente preocupada porque nadie puede consultar a una criatura de tres años si quiere salir al aire en la televisión, en las vallas y en los periódicos, podía haber puesto en entredicho la prudencia de su aparición masiva. Es probable que tampoco sepa qué fue del destino de los pueblos en aislamiento voluntario cuyo espacio vital ha sido reducido a conveniencia de los mapas de yacimientos petrolíferos. Y es más que probable que alguna vez se cruce en la calle con la otra bebé que aparece como sinónimo de la delicadeza con la que Petroamazonas librarará a este país de virtuosos y de trabajadores infatigables y de mayoría incorruptible, del azote de la pobreza, causada, seguramente, por un enemigo exógeno, llámese éste partidocracia o Estados Unidos.

Aun así, ojalá pueda darse cuenta de las diferencias tangibles entre una realidad creada a fuerza de repeticiones cansinas y una constatable en un país que parece estar pagando el impuesto al redentorismo de sus líderes, enamorados de sí mismos y de su poder y de las arengas recicladas de los años sesenta y setenta y del discurso revanchista y primario que apela a la identidad y, como si fuera poco, a la creación de un enemigo para legitimarse. Legitimarse como sea, además, incluso con la cara de una bebita.

Entonces Megan se verá a sí misma ya sin reflectores, en la noche de su cuarto, y quizá no se sienta tan bien del todo.

Más relacionadas