La pasión de Cristo

Por Andrés Cárdenas
Quito, Ecuador

La pasión de Cristo es un filme viejo como esos pergaminos entintados con lenguas muertas –a aquella ilusión colaboran las actuaciones en arameo y latín– y nuevo como toda obra de arte con cualidad mítica. No hay mito más absoluto y vital para unas criaturas precarias que el Dios que muere. Mel Gibson es coguionista, director y coproductor de la película que más veces verá en mi vida. Ahora intento observar la interacción de personajes, coherencia interna del relato, conflictos en los protagonistas, pero es un ensayo infructuoso, todo se diluye ante la verdadera Greatest story ever told. Es imposible separar lo “estrictamente cinematográfico” del valor histórico y espiritual de la cinta y esto solo sucede cuando las cosas están bien hechas.

Hematidrosis, transpiración, sangre AB+ según el sudario de Turín. La escena de la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos, con la que inicia la película, siempre ha sido uno de los momentos del Evangelio que más me han impresionado. Un Dios que siente en su vigor humano el fardo insostenible del pecado cometido a lo largo de la historia humana. Un Dios-Hijo que pide auxilio, no puedo más, a su Dios-Padre. Y allí entra, cámara en mano, el director, y no nos suelta hasta que ese mismo personaje demuestra que tiene la vida en sus manos, que la dio porque quiso y la recobra cuando quiere.

Dentro de las muy buenas actuaciones, en especial la de Maia Morgenstern como María y la de Luca Lionello como Judas Iscariote, hay algo magnífico que Mel Gibson hace con las miradas de los personajes. Cuando Judas entrega a Cristo con un beso, cuando Pedro jura nunca haber visto al ajusticiado o cuando Claudia, la esposa de Pilato, entrega sábanas a María para que limpie la sangre de su Hijo. De hecho, la juvenil fortaleza del apóstol Juan y el amor y gratitud de María Magdalena, son construidos en base a miradas y gestos faciales. Y esas hebras se van cruzando con los más de diez flashbacks que muestran escenas de la vida de Jesús. La Última Cena es el retorno más frecuente, tal vez porque en el guión se comprendió que, teológicamente, allí está la actualidad de todo el relato.

Sin duda, la escena más conmovedora es el encuentro entre el Hijo y la madre camino al Calvario: “¿Ves, madre? Hago nuevas todas las cosas”. Eso nunca dijo Jesucristo, sino que fue extraída tanto del Libro de Isaías, escrito alrededor de setecientos años antes, como del Apocalipsis, escrito en los primeros años del cristianismo por el apóstol Juan. Es decir, se referían tanto al Mesías esperado por los judíos como al aquel que está sentado en el trono en las visiones sobre fin de los tiempos. Sumidos en un sufrimiento maternal sin nombre y un injusto y sangriento asesinato de quien predicaba perdón, las dos citas anteriores convergen en una persona y esa renovación es el centro del mensaje cristiano.

Falta hablar del gran dilema de Poncio Pilato, “Quid es veritas?”, de eso de Judas Iscariote y las negaciones de Pedro que tenemos todos, de los treinta años de vida oculta de Jesús que en la película apenas aparecen en un flashback. La pasión de Cristo es una cinta que tiene el tamaño de nuestra vida.

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